domingo, 2 de agosto de 2015

Las calles del hambre




La ciudad no puede abstraerse de lo que viven sus habitantes, por una sencilla razón: la ciudad es el conjunto de sus habitantes interactuando con toda su complejidad humana.
De allí que resulte sumamente complicado en este momento que vive Mérida y el país, abordar los temas urbanos propios de la ciudad, sin revisar cómo las circunstancias actuales de escasez, desabastecimiento, hiperinflación (ya la palabra inflación no alcanza para explicar la escalada de los precios) y el resto de factores vinculadas al desempeño económico de la persona promedio, afectan el día a día de la gente.
Lo que quiero decir es que la ciudad, en este momento, traduce el sentimiento colectivo de sus habitantes. Y ese sentir ciudadano gira en torno a emociones dignas del diván del mejor de los psiquiatras: angustia, zozobra, desesperanza, miedo. Es, la nuestra, una amalgama de temores mezclados con rabia.
La razón de este cuadro, aunque no podamos decir que sea necesariamente generalizado, puede encontrase en un recorrido por las calles de la propia ciudad. Por sus avenidas y zonas comerciales. Allí donde se arman, de persona a persona, las colas de la desazón.
Las colas son un producto de la crisis. Tal vez sean éstas, el mejor rostro de nuestras actuales circunstancias. Colas compuestas por seres humanos pero cuya suma o resultante, paradójicamente, es la inhumanidad.
Colas de horas, no de minutos. Colas de días como las que debe hacer quien quiera adquirir una batería o un caucho para su vehículo.
Decorada con esas serpientes de cuento de terror, que son las colas, la ciudad adquiere un aire de tiempos de guerra, imposible de ignorar. Y es que en las colas está la gente de todos los días: tu familia, tus vecinos. Las colas no son anónimas: en ellas sufre la gente que construye nuestra cotidianidad.
Hay en todo esto un decorado de fondo, especie de escenografía de la calamidad, representada por los temores ancestrales de los seres humanos: como, por ejemplo, la imposibilidad de conseguir el alimento para nuestras familias. Que la gente y la ciudad se despierten con semejante preocupación entre ceja y ceja, condiciona la mecánica citadina.  Más delante de seguro vendrán los estudios y las investigaciones  científicas para medir el impacto sociológico que la crisis tiene para el día a día de la ciudad y su gente, pero, desde ya, es posible augurar que nada bueno ha de salir de estos tiempos donde la gente llega al extraño actuar de hacer colas frente a un local comercial en el cual no hay nada; como si en ese gesto hubiese algo mágico, una invocación que hará que en algún momento se asome un camión cargado de productos para todos.
En toda ciudad hay una calle o sector en el que la gente parrandera, acude, bien entrada la madrugada, a comer arepas rellenas, o cualquier tipo de alimento para reponer energías, para seguir la fiesta. Es  lo que se denomina una “calle del hambre”.

Ahora nuestras ciudades, reproducen ese concepto, pero desnudado en su acepción más pura. Cuando vamos por nuestra ciudad las calles con sus colas son calles del hambre, un hambre que se oculta en nuestros temores más primigenios.

Una mano al Parque Albarregas


La colega Manuela Solé nos hizo llegar una inspiradora nota de prensa en la que se comenta el proceso de recuperación que, de a poco, se viene ejecutando en el “espacio natural más importante de la ciudad de Mérida: el Parque Metropolitano Albarregas”.

Según la nota informativa del Minea, “se ha constituido una comisión entre organismos gubernamentales y colectivos sociales que se proponen recuperar el parque para el disfrute de todos”.

Específicamente participan en este esfuerzo: la Guardia Nacional Bolivariana, Inparques, Cormetur, el Frente Francisco Miranda, el Instituto de la Juventud de Mérida (Injuvem), Misión Árbol, Movimiento Ecologista Venezolano (Meven), Proyecto Génesis y el propio Ministerio del Poder Popular para Ecosocialismo y Aguas (Minea).

Celebramos este esfuerzo e invitamos a cualquier organización que quiera apoyar esta iniciativa a acudir a la sede del Minea (al lado de Inparques, detrás de la cancha Las Américas), y anotarse porque vendrán nuevas acciones de recuperación.


¡Ya pasaron los sesenta días!



El pasado 30 de abril el muy prudente diario El Universal, publicó la siguiente información: “El ministro para la Alimentación, Félix Osorio, señaló que en un plazo menor a 60 días el problema del desabastecimiento de productos de primera necesidad estará resuelto”.

"Estaremos resolviendo la situación en un plazo menor a 60 días. El diálogo está abierto con el sector privado", afirmó en una entrevista en el canal del Estado, donde agregó que existe disposición al diálogo con el sector privado, en especial para resolver la escasez.

El 30 de junio terminó ese plazo autoimpuesto por el ministro Osorio. A la fecha van 80 días desde su anuncio.

Supongo que en el mundo en el que habita el alto funcionario el problema del desabastecimiento ha quedado en el pasado y ya es posible comprar lo que uno desea con sólo salir al abasto de la esquina. Pero mientras, en nuestro mundo, que por cierto es el real, los sesenta días sólo sirvieron para que el problema del desabastecimiento se agravara aún más.


A veces uno no sabe si sentir rabia o lástima por quienes son capaces de mentir de forma tan descarada ante el pueblo. Un mea culpa no le vendría mal al gobierno.

Hagamos el intento ¡Como equipo!




El deporte, sin proponérselo, termina convirtiéndose muchas veces en el mejor escenario para observar el desenvolvimiento de algunas máximas que pueblan el mundo político, social y económico, sentencias que pueden ser observables como quien manipula con bata blanca y tapa boca, los tubos de ensayo en un tranquilo laboratorio.
Por ejemplo, allí está comprobada, sobre el gramado,  la máxima de que un solo hombre, un genio, la gran figura, no lo puede hacer todo porque sobre el terreno las infinitas variables obligan a trabajar en equipo, más allá de la seguridad, el respaldo, el ánimo y la inspiración que aporta tener un ídolo sobre la cancha. En este sentido la selección de fútbol de Argentina, sin duda alguna una de las mejores del mundo, ya ha comprobado que tener en sus filas el genio de Lionel Messi – el mejor jugador del planeta -  no garantiza en lo absoluto que los partidos estén ganados. Aún más, a estas alturas, luego de varias desilusiones, han establecido que tampoco se puede poner a todo el equipo a trabajar en función de un solo hombre, en este caso Messi, ya que no sólo se produce un sacrificio innecesarios de las posibilidades con otros nombres, sino que la ultradependencia hacia lo que pueda hacer o no la bota milagrosa de un gran jugador se paga caro si, por ejemplo, el otro equipo decide anular cada jugada de nuestro único hombre, el salvador.
En su oportunidad,  la selección nacional de béisbol, demostró que la suma de varias estrellas tampoco garantiza saborear las miles del triunfo, y mucho menos levantar, al final, la copa de campeones a nombre de Venezuela.
En efecto, la “Vinotinto del béisbol” visitó en marzo de 2013 a Puerto Rico plagada de figuras de la talla de Pablo Sandoval, Miguel Cabrera, Carlos Zambrano, entre otros. El diario Panorama resumió en un párrafo, con gran desilusión, el potencial que llevó Venezuela al Clásico Mundial de Béisbol pero que no bastó para brindarle la alegría del triunfo a nuestro país: “un triple coronado, tres premios al Jugador Más Valioso, tres Guantes de Oro, 11 participantes del Juego de Estrellas de Grandes Ligas y dos autores de juegos sin hits no bastaron para que Venezuela se despidiera del Clásico Mundial de Béisbol en apenas dos encuentros”.
Es decir: no se trata de tener un gran ídolo en tu equipo, aquel que concretará todas nuestras aspiraciones, así como tampoco parece ser garantía la suma de muchos ídolos en el mismo equipo.

Para decirlo de forma más clara y llana: no se trata de ídolos. Se trata del equipo, del conjunto, de la suma de las partes. Y es lo que muchas veces nos cuesta entender. De allí nuestra tendencia, no venezolana, más bien humana, a poner toda la carga sobre los hombros de un solo hombre o mujer, con la esperanza de que mientras nosotros andamos en lo que andamos, aquel ser se las ingenie para responder por todos los demás. Si lo logra aplaudimos. Si falla, lo criticamos. En el deporte  tal estrategia se paga con la derrota, con la desilusión de no tener entre las manos el título de campeones. En política, esa visión mesiánica, que apuntala al salvador, tiene las mismas consecuencias que en el deporte. El equipo no avanza. Eventualmente se puede producir la genialidad, pero la apuesta es demasiado alta. La garantía del equipo ensamblado, donde el todo es más que la suma de las partes, será siempre la vía más racional para alcanzar el éxito, siempre anhelado. Incluso, si no levantamos la copa de campeones, queda la sensación de que cada quien hizo realmente lo que debía, y ese sentimiento tiene el mismo sabor de la victoria. No digo más: el equipo es Venezuela y nosotros no somos Messi, ni Sandoval, ni Cabrera, pero somos la pieza necesaria para que el conjunto avance.