A
Charles Chaplin nunca le gustó la Navidad. Decía que había momentos que
parecían restregarle su pasado de extrema pobreza, aquellos tiempos de infinito
deambular por las calles londinenses buscando algo que comer en medio del frío
y la nieve.
La
Navidad, pues, era ese incómodo recordatorio del pasado mísero de uno de los
más famosos actores y comediantes de la historia.
Precisamente,
para ratificar su poco interés por el árbol de Navidad y las bambalinas,
Chaplin murió el 25 de diciembre de 1977, a la edad de 88 años.
Pero
no era que a Sir Charles Spencer Chaplin, nombre completo del actor británico,
le gustara renegar de su época de vagabundo. Su personaje de Charlot (Carlitos,
para muchos latinos) encarnó una versión de los indigentes, de los marginales,
de los pobres.
Claro,
Charlot, con su bastón, su saco estrecho y su mínimo sobrero de hongo, asumía
un tipo de pordiosero con aires de dignidad y ademanes gentiles. Una especie de
discurso en el que se ratificaba que más allá de la condición que la vida te
ponga a sufrir, nunca hay que bajar la guardia de la dignidad.
Por
lo anterior, no era extraño descubrir a Chaplin exponiendo su particular visión
de la pobreza extrema, como una especie de oración: “Aún cuando estaba en el
orfanato o recorría las calles buscando qué comer, me consideraba el actor más
grande del mundo. La vida es maravillosa...si no se le tiene miedo. Sin haber
conocido la miseria, es imposible valorar el lujo”, decía el actor.
Casi
cuatro décadas después de su muerte, el destino ha puesto a Charles Chaplin a
encarar una vez más su rol del vagabundo Charlot, pero esta vez por las calles
de Mérida.
Ubicada
en la encrucijada de las estrechas avenidas 1 y 2, la Plazoleta de Chaplin
recibe a los visitantantes y saluda a los propios habitantes merideños, allá al
norte de la meseta.
La
estatua, donada por el Departamento de Cine de la ULA, evoca un poco al
monumento más legendario de Chaplin, en la ciudad de Vevey, en Suiza, donde
murió el actor.
Le
ha tocado a esta estatua merideña de Chaplin adaptarse a las circunstancias
andino-tropicales de estas latitudes, y no sólo por el clima, sino por ciertas
manifestaciones culturales, folklóricas y económicas.
Acá
en Mérida se cuenta la historia de un ladrón obsesionado, por lo visto, con el
culto al doctor José Gregorio Hernández, quien, convencido de que la estatua de
Chaplin era, en realidad, una representación del médico de Isnotú, una noche
decidió robarla para encenderles velas en un contexto espiritual digamos “más
íntimo”. Aunque suene algo estrafalaria, la historia es real.
Sin
dejar de ser rocambolesca, más cruda es la actual situación de la Plazoleta de
Chaplin, devenida, por obra y gracia de los vagabundos de estos “tiempos
modernos”, en posada para guarecerse del
frío y de los peligros de la noche.
Los
indigentes que deambulan por las calles de Mérida entre neblinas y lloviznas,
saben que, llegado el momento, pueden ir a ubicarse debajo del pedestal del
monumento a Chaplin, diseñado para albergar un pequeño espejo de agua, una
fuente, pero al cual la marginalidad le dio otro uso menos ornamental y, sí,
mucho más práctico.
En
medio del surrealismo de nuestra Venezuela, alguien jura que con su familia de
vagabundos dormidos a sus pies, hundidos en la pesadez de sus borracheras, de
pobreza y hambre, la estatua ha vencido su estática condición y ha bajado,
gustosa, para compartir un lugar en
medio de los cartones, los periódicos sucios y los sueños no alcanzados. En Mérida,
Charlot revive cada noche ahora convertido en santo y patrón de los
desamparados.