Cuando amanezca
hoy, no sabremos si tendremos ciudad. Puede que sí estén allí las calles, las
aceras, las casas y los edificios, los semáforos, las plazas, la basura, los borrachos,
los postes, los perros callejeros, incluso el Pico Bolívar mirándonos desde lo
lejos. Pero con todo, no sabremos si hoy nos toca tener ciudad.
A los merideños
nos pasa así: un día salimos a caminar entre la neblina y la llovizna.
Compramos helados o un café y nos sentamos a conversar con los amigos o vemos a
los niños jugando en las plazas. Otro día quedamos a merced de la basura que
parece reproducirse por todos lados como si tuviera vida propia. O luchamos
atrapados en colas infinitas que nos paralizan y que sacan lo peor de nosotros.
La semana pasada
prácticamente no tuvimos ciudad. Muchos vecinos, hastiados de ver como frente a
sus casas o sus edificios crecía la basura de forma exponencial, decidieron
mostrar su furia y malestar. El reclamo se convirtió en cierre de vías y quema
de basura, como en una escena de esas películas apocalípticas en las que no hay
gobierno y por lo mismo, las decisiones quedan a merced no del raciocinio ni
del interés general, sino de las pasiones y la sobrevivencia.
Claro, también
hemos sido testigos de cómo activistas políticos salen a recoger basura (cosa
sencilla en una ciudad sitiada por los desperdicios) y tras acumular
suficiente, la llevan en camionetas – muy lujosas por cierto – y la arrojan en
una esquina o intersección muy transitadas. No son vecinos: son peones
políticos que operan a control remoto, manejados por aquellos que quieren sacar
partido electoral del caos, aunque ello signifique arrebatarle la ciudad a los
merideños. Al final se suman la ineficiencia de la alcaldía con el despreciable
saboteo politiquero. El resultado no puede ser otro: nos arrebatan la ciudad.
Y para colmo, la
semana pasada los contratados de la Universidad también ejercieron su protesta.
Pedían pasar a ser trabajadores fijos. Su solicitud estuvo impulsada por el
cierre de avenidas, quema de cauchos y desperdicios (en este punto queda claro
que la basura que nos atosiga al menos ha resultado un combustible útil para la
protesta reivindicativa o el saboteo político).
Por eso digo que
la semana pasada no tuvimos ciudad. Mérida estaba allí, se podía ver y tocar,
pero no podíamos sentirla. Un verdadero drama.
Y es que la
ciudad física, por muy grande o pequeña que sea, no es otra cosa que un
pretexto humano para ejercer el derecho a relacionarnos con los demás. Si
surgen situaciones que impiden la relación
entre semejantes, la ciudad física no tiene sentido. Calles, edificios,
plazas, centros comerciales, oficinas, esquinas, kioscos, son un escenario
montado, construido por los ciudadanos, para ejercer nuestra humanidad.
Hoy, cuando
salgamos a enfrentar el día, no nos dejemos engañar: puede que esté todo allí,
pero si no podemos ir hacia donde está el otro o no podemos planear un
encuentro, Mérida no estará allí. Será una ciudad extraviada.
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