La indigencia es una de las
revelaciones de que los asuntos en nuestra sociedad no están funcionando como
deben. Y no me refiero a esa indigencia que algunos intentan camuflajear como
de “personajes típicos y pintoresco de la ciudad”, sino a la masiva, a la
perturbadora, esa que nos asedia en cada esquina, como recordatorio crudo de la
exclusión.
Es bueno aclarar esa alusión a
los personajes típicos. El hecho de que, por ejemplo, haya existido una Amalia
o un Amador, deambulando por las calles de Mérida en medio del saludo alegre de
los parroquianos, no implica que esos seres
vivieron una vida feliz y despreocupada. Amador tenía serios problemas
mentales y de alcoholismo. El hecho que en medio de sus desventuras transmuten
a pintorescos emblemas de la ciudad, pudiera ser – especulo yo - una especie de ardid social para “sentirnos
menos culpables” por la suerte de estas personas a la deriva.
Pero lo que estamos viviendo hoy
día dista mucho de unas pinceladas folklóricas por calles, esquinas y plazas
que han sido tomadas por los desamparados. Incluso Nancy, la muy famosa “Fiscala”
de la avenida las Américas con Viaducto Campo Elías, ha quedado opacada ante el
surgimiento de una competencia de pedigüeños por necesidad o por
sinvergüenzura.
La galería de la indigencia es
abrumadoramente variada.
La semana pasada hubo un día en el que seis personas entre hombres y
mujeres, me pidieron dinero, asomados a la ventana del carro. Cuando digo pedir
dinero uso una expresión fácil pero que no necesariamente encaja en el acto que
cada una de estas gentes concretó ante mí. En algunos casos sólo se trataba de
pedir algo con la certeza del no como respuesta. Por lo tanto la mano se estiraba,
el gesto lastimero se exacerbaba, los ojos se perdían y la marcha seguía
mientras yo me revisa los bolsillos a ver si encontraba una moneda. Es un pedir
en automático, con lo cual que la idea de “autómatas” coincide con esta
descripción.
Hay hombres y mujeres en rol de
pordioseros. Hay niños y jóvenes de ambos sexos. Altos y bajos; negros, morenos
y rubios. Alguno lucen desnutridos, casi llevados por el viento. Otros muestran
una indiscreta obesidad con la que suelen perder clientes que por razones obvias
ponen en duda que esa persona esté pasando hambre.
Hay enfermos mentales. Otros son
alcohólicos de todos los días, otros son hampones venidos a menos.
Todos están allí afuera y cada
día son más. El viernes en el semáforo de “Yuan Lin” vi un rostro nuevo, el de
una mujer joven, morena y bajita con actitud desafiante y uno que otro gesto
amenazador. Pedía y se reía. Era, se los aseguro, una risa triste.
“El gobierno de Venezuela lanzó
la Misión Negra Hipólita en enero de 2006. Su objetivo es rescatar los niños y
niñas en situación de miseria y combatir la marginalidad familiar de infantes y
ancianos. La meta es cero niños de la calle, cero ancianos de la calle, cero
familias abandonadas viviendo en un túnel, en un sótano o en un puente”. Así
reza la referencia a una Misión creada para evitar la indigencia, aludida en
una página gubernamental (específicamente la del Minci).
Es una gran iniciativa de
gobierno pero que, al menos en la ciudad de Mérida, parece tener una cuenta
pendiente con la realidad.
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