La inseguridad, ya lo sabemos
todos es, si no el principal problema que sufre el país, uno de los más relevantes males venezolanos.
Las cifras no dejan lugar a
dudas cuando se contabilizan los homicidios, secuestros, robos, hurtos,
violaciones, extorsiones y otros delitos.
Por eso no parece buena idea
cuestionar el hecho de que una comunidad busque mejorar su seguridad,
apoyándose en algunas medidas como colocación de cercados eléctricos,
instalación de cámaras de seguridad, garitas para vigilantes con sus
respectivos trabajadores, alcabalas, portones eléctricos, reflectores
nocturnos, alarmas y todo aquello que sirva para mantener alejado a los
delincuentes.
A ver: de eso se trata toda esta
parafernalia de mecanismos de seguridad: de alejar a los antisociales. No
tienen el propósito – y tampoco es la intención, claro está – de acabar con las
causas que generan la delincuencia sino alejar, mantener fuera, poner distancia
entre el hampa y los indefensos ciudadanos.
El problema es que, como ocurre
con todo mecanismo de seguridad, no sólo quedan afuera los malos: a los que no
tienen intenciones de llevarse un carro o secuestrar a un vecino desprevenido,
también les afecta de alguna forma este cerco feroz.
Vamos a explicarlo con un
ejemplo: el sábado tenía cierta urgencia para llegar al centro. Me encontraba
en La Hoyada de Milla, al norte de la ciudad de Mérida y me dispuse a subir para atravesar la Urbanización
Santa María de tal forma de tomar la avenida Universidad y llegar a mi destino
en la avenida 3. Lo que ocurrió fue que entré a la Santa María y quedé
encerrado en una calle que no llevaba a ningún lado. Es decir había una entrada
única y por lo mismo una salida. El resto de las tres calles tanto por arriba
como por abajo, estaban cerradas.
Vuelvo: Ante la hola de robos y
terribles situaciones de angustia que han vivido algunos vecinos de esta
comunidad (la Santa María) ¿Cómo cuestionar sus deseos de intentar crear un
mínimo clima de seguridad, sobre todo cuando el Estado – y el gobierno de turno
– no es mucho lo que hacen al respecto?
Pero el deseo de seguridad va
dejando regada una estela de restricciones. Ante una emergencia de salud,
médica ¿qué tiempo precioso puede perder una ambulancia en su intento de entrar
a una comunidad cerrada por tres de sus cuatro costados? Y si se produce un
incendio… ¡El camión quedará por fuera mientras dan con una entrada!
Esto sin contar las molestias
para los propios habitantes que deben dar más vueltas. El transitar por Mérida
(siempre una tarea limitada) ahora es un problema aún más grave.
Cuando llegué a Mérida en 1991
me encantó ver una ciudad abierta, sin cercados casi, parecía una comunidad en
un lejano pero hermoso país donde los delitos son cosa rara.
Hoy el panorama es desalentador:
comunidades cercadas donde se mira de reojo a quien entra a visitar. Cámaras
que nos apuntan, vigilantes alertas.
¿Nos sentimos más seguro?... Tal
vez sí. Pero el precio es la fragmentación de la ciudad, una desmejora en lamovilidad y transitabilidad urbana y claros signos de incomunicación. Cerramos
la entrada a la inseguridad pero también el paso de una mejor ciudad. He allí
el dilema.
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