Una de las distorsiones culturales que como
indeseada herencias no dejó la economía basada en la explotación del petróleo,
es suponer que el dinero fácil, las divisas en la punta de los dedos (claro,
cuando habían tiempos mejores), son suficiente argumento como para renunciar al
mantenimiento de las cosas.
Lo anterior se tradujo en una extraña manía
por olvidarse totalmente de la responsabilidad que implica mantener una
herramienta, un equipo, una avenida, una plaza, un edificio, una ciudad.
¿Para qué pintar la banca de la placita? Es
preferible que cuando ya no de para más, comprar una nueva. Y listo. ¿Para qué
ocuparnos de alargar la vida útil de las cosas? Ese es la lógica imperante.
Y, vaya vuelta que dio la vida, ahora nos
vemos todos (gobierno y ciudadanía) de frente ante una coyuntura en la que los
criterios de mantenimiento salen del aquel viejo baúl en el que lo arrojamos
hace unas cuantas décadas atrás, y resurgen para ayudarnos a sobrellevar las
condiciones que impone un cuadro económico caracterizado por la imposibilidad
de acceder a los bienes de consumo y a los servicios a los que aspiramos,
incluso aún teniendo los recursos para hacerlo o, peor aún, porque en realidad
ya nuestra capacidad adquisitiva ha ido quedando disuelta como un puñado de sal
bajo un chorro de agua.
Nos toca reencontrarnos, a juro, a la
fuerza, por obligación, con una práctica cultural que es propia de otras
culturas en las que nada se tira a la basura si antes no ha sido aplicado un
esfuerzo racional por arreglarlo.
Algunos autores definen el mantenimiento
como el conjunto de acciones oportunas, continuas y permanentes dirigidas a
prever y asegurar el funcionamiento normal, la eficiencia y la buena apariencia
de sistemas, edificios, equipos y accesorios.
Lo anterior implica que para poder
garantizar la disponibilidad operacional de sistemas, edificios, instalaciones,
equipos y accesorios, el mantenimiento debe ser ejecutado de manera continua y
permanente a través de planes que contengan fines, metas y objetivos precisos y
claramente definidos.
Por supuesto que al leer esa teoría sobre
el mantenimiento y sus implicaciones, no podemos sino tragar algo grueso ya que
en el fondo sabemos que las últimas décadas (en la cuarta y en la quinta, para
ser más claros) la esencia en el accionar público y en muchos casos privado es
el de no aplicar en lo absoluto planes para la prolongación de la vida útil de
todo aquello que nos rodea.
Ya en anteriores columnas hemos hablado de
nuestra práctica hacia el operativo, que en realidad es una forma un tanto
informal de atender un asunto que habría requerido, antes de ese operativo, un
mantenimiento continuo.
De allí que cuando salimos a hacer un
operativo de limpieza es porque la basura ya no nos deja respirar. Y no nos
deja respirar porque no la recogemos en la frecuencia y forma que es debido. Y
no se recoge en la frecuencia y forma que es debido porque el problema del aseo
urbano y la recolección y disposición final tiene al menos 30 años de fracasos
institucionales en el caso de Mérida.
Seamos sinceros: no estamos acostumbrados a
arreglar el par de zapatos sino a tirarlo porque tiene una raya en la punta que
muy bien podría quitarse con algo de pintura.
Ahora las circunstancias a nuestro
alrededor están cambiando dramáticamente. En medio de lo malo, de las
carencias, del terrible drama de la caída de la calidad de vida para muchos,
aprenderemos a valorar lo poco o mucho que tenemos o que teníamos.
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