Es bueno
establecer las necesarias diferencias entre un grafitero, que en buena medida contribuye con su arte a
darle personalidad a algunas desnudas
paredes de la ciudad, y los “rayadores”, una especie de individuos cuyo única y
obstinada meta en la vida es escribir
incesantemente sus firmas, a manera de garabatos, en puertas, ventanas, paredes
y, para que usted vea, sobre los
grafitis.
Una cosa es,
pues, por un lado, el arte urbano, que es fiel reflejo de un trabajo creativo (clandestino o no) de sus hacedores, y, por
otro lado, unas cuantas rayas cuya presencia sólo esconde un inocultable
exhibicionismo de su “autor”, cuando no una verdadera postura delictiva, destructora,
depredadora.
Por supuesto, también están las
pintas que canalizan reclamos puntuales y que surgen del fervor de un momento
de reclamo o protesta. Éstas deben
tenerse como expresión de sectores inconformes y, por lo tanto, suelen ser
parte del paisaje urbano. Son formas de expresión política o ideológica y con
su presencia debe lidiarse de manera paciente ya que no fueron escritas con ánimos de
destruir el patrimonio, sino como urgente forma de decir, de hablar, de
expresarse. Cierto, sus efectos pueden
ser destructivos pero su llegada a la pared, al monumento, a la calle, estuvieron precedidos por motivos
ajenos a una intencionalidad de “rayar
por rayar”.
En fin, dejando
a un lado el arte urbano y la pinta como forma de reclamo (que no la burda
propaganda electoral), hay una cada vez más notoria agresión a la ciudad a
partir de los rayadores de oficio que no dudan
en destruir el patrimonio urbano o menguar la ya de por sí lesionada
imagen de la ciudad.
Este no es ni
remotamente un problema merideño o venezolano. Casi todas las ciudades del
mundo tienen que buscar formas de no desaparecer ante la avalancha de los
rayadores.
Por ejemplo, la
siguiente nota (tomada de msn Noticias – Chile)
deja claro la magnitud del problema, cuantificada por comerciantes de
una importante calle de Santiago. La nota dice así:
“El problema es
de gran magnitud y afecta directamente a las finanzas de los cientos de
comerciantes que trabajan en el centro de la ciudad. Cansados de ser víctimas
de los rayados, muchos de los cuales tienen contenidos ofensivos, locatarios y
residentes de la Alameda se agruparon en la Corporación Calle Dieciocho, la
cual hizo un registro de cuánta es la inversión hecha para mantener sus
respectivos lugares en forma adecuada. Los resultados del sondeo arrojaron que
entre 200 comerciantes ubicados en la Alameda, desde Estación Central hasta
Plaza Italia, gastaron la increíble suma de $94.941.250 (casi un millón 200 mil bolívares) para
mantener limpias sus fachadas.
En el estudio no
se tomaron en cuenta los locales comerciales ubicados en las calles
perpendiculares a la Alameda ni tampoco bancos y grandes tiendas, pues de
haberse tomado en cuenta, las cifras habrían sido mucho mayores”. Hasta
aquí la nota.
A propósito del
problema, la alcaldesa de Santiago,
Carolina Tohá, emprendió un plan que incluye varias acciones puntuales. Por
ejemplo, la aplicación de un barniz antirayados que se aplicó sobre todo a
edificios históricos como la Casa Colorada (se muestra en la foto de esta
columna). Se trata de un barniz transparente que no afecta el color original ni
la textura de las fachadas pero ayuda a remover los rayones que
suelen hacer aquellos que no valoran el patrimonio o para los que su
firma garabateada vale más que la integridad de los monumentos históricos.
Obviamente el plan incluye mayor vigilancia y multas severas.
El caso es que
en Mérida se debe hacer algo concreto para frenar la depredación urbana. En
este sentido, ya que se asoma una nueva campaña política, la prohibición a
todos los candidatos de usar rayado con aerosoles y pega de carteles en
espacios públicos, puede ser un punto de honor. Las paredes no hablan, pero lo
agradecerán.
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