Hace unos días acerté a sintonizar en la
televisión, por casualidad, uno de esos buenos documentales que suelen
transmitir en el canal de National Geographic sobre exóticas y lejanas
culturas. Deje tranquilo el control remoto cuando observé un rostro de rasgos
indígenas, concentrado en la caza de una liebre. El personaje era más bien
menudo, de tez tostada por el sol y el frío que pega en las alturas, arropado
con varias pieles y coronado con un gorro colorido y notablemente grueso.
Era un hombre solitario, de unos 22 años de edad - según contó en la
entrevista – y aunque joven, ya calificaba como un verdadero experto en el arte
de cazar sus presas para poder subsistir.
Contó que allá en las montañas de una
región de China, cercana al Tíbet, la vida es sumamente dura. Explicó que todos
los días hay que intentar proveerse de alimento, el cual es escaso. El cazador
comentó con sencilla pero a su vez aplastante lógica que cada día es un regalo
de vida y que corresponde honrar el aliento que nos da el creador con el
esfuerzo cotidiano y constante de sobrevivir. Y eso incluía conseguir el
alimento como primera norma. Cazar era para él un acto de vida y aunque de una dureza extrema,
servía para honrar la vida.
Más adelante el mismo cazador contó que era
norma en esos parajes compartir la
cacería con los escasos vecinos de la zona.
De allí que ese hombre menudo, tras un
largo día de intensa y paciente cacería, de la que sólo pudo lograr una pequeña liebre, preparó al animal,
le quitó la piel (la cual sería usada para venderla en el mercado) cortó la carne en trozos y los
unió en una especie de paila con
un puñado de verduras. De alguna
forma se comunicó con los otros
cazadores de la zona y compartió el trofeo que ese día les permitía
comer al menos una vez.
Esa escena sorprendente, la del compartir
lo poco logrado con esfuerzo, me hizo reflexionar profundamente en días sucesivos sobre lo que
significa, verdaderamente, el compartir.
Por un lado, en el caso de este solitario
cazador, quedó claro que la costumbre ordenaba compartir por una sencilla
razón: la posibilidad de cazar es tan efímera que aquel que tiene suerte debe
ayudar a otros a comer porque serán éstos quienes te pueden ayudar a afrontar un
día de hambre. Es un compartir labrado por la
ferocidad de ese modo de vida pero que en el fondo es aceptado como
parte de un ritual humano de hermandad. Es probable que si un buen día todos
tuviesen la fortuna de una cacería productiva, compartirían casa por casa.
A los ojos de quien vive en una ciudad
sometida a los rigores de la sobrevivencia – a veces en iguales términos de
subsistencia - compartir lo poco
que se ha logrado en un día de duro
trabajo no deja de ser un ejercicio de estupidez. Algo así como trabajar para
los demás. “Eso no tiene sentido”, me dijo un amigo cuando le comenté lo
que había visto en la televisión.
En realidad visto el compartir en términos
culturales tan pragmáticos como lo planteado en el documental de la televisión
– te doy porque tú eres mi única opción de sobrevivencia – una práctica semejante en nuestro entorno urbano y poco
humano, sería algo menos que imposible.
Sin embargo, creo que existe el otro
compartir, el que no entraña tal vez ese acto de sobrevivencia extrema pero que
rescata el lado solidario de quien lo
practica. El dar sin esperar a
recibir nada a cambio. El dar parte del esfuerzo. El dar parte de nuestro
tiempo. El dar parte de nuestro intelecto. El dar parte de nuestros bienes. El dar parte de nuestros
afectos. Por alguna razón todos hemos compartido algo y nos hemos quedado en
silencio, sin anunciar nuestro gesto, sin promoción ni publicidad,
anónimamente, a disfrutar de ese sabor en el alma de
sentir que aún somos seres de bondad.
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