La ciudad no puede abstraerse de lo que
viven sus habitantes, por una sencilla razón: la ciudad es el conjunto de sus
habitantes interactuando con toda su complejidad humana.
De allí que resulte sumamente complicado en
este momento que vive Mérida y el país, abordar los temas urbanos propios de la
ciudad, sin revisar cómo las circunstancias actuales de escasez,
desabastecimiento, hiperinflación (ya la palabra inflación no alcanza para
explicar la escalada de los precios) y el resto de factores vinculadas al
desempeño económico de la persona promedio, afectan el día a día de la gente.
Lo que quiero decir es que la ciudad, en
este momento, traduce el sentimiento colectivo de sus habitantes. Y ese sentir
ciudadano gira en torno a emociones dignas del diván del mejor de los
psiquiatras: angustia, zozobra, desesperanza, miedo. Es, la nuestra, una
amalgama de temores mezclados con rabia.
La razón de este cuadro, aunque no podamos
decir que sea necesariamente generalizado, puede encontrase en un recorrido por
las calles de la propia ciudad. Por sus avenidas y zonas comerciales. Allí
donde se arman, de persona a persona, las colas de la desazón.
Las colas son un producto de la crisis. Tal
vez sean éstas, el mejor rostro de nuestras actuales circunstancias. Colas
compuestas por seres humanos pero cuya suma o resultante, paradójicamente, es
la inhumanidad.
Colas de horas, no de minutos. Colas de
días como las que debe hacer quien quiera adquirir una batería o un caucho para
su vehículo.
Decorada con esas serpientes de cuento de
terror, que son las colas, la ciudad adquiere un aire de tiempos de guerra,
imposible de ignorar. Y es que en las colas está la gente de todos los días: tu
familia, tus vecinos. Las colas no son anónimas: en ellas sufre la gente que
construye nuestra cotidianidad.
Hay en todo esto un decorado de fondo,
especie de escenografía de la calamidad, representada por los temores
ancestrales de los seres humanos: como, por ejemplo, la imposibilidad de
conseguir el alimento para nuestras familias. Que la gente y la ciudad se
despierten con semejante preocupación entre ceja y ceja, condiciona la mecánica
citadina. Más delante de seguro vendrán
los estudios y las investigaciones científicas para medir el impacto sociológico que
la crisis tiene para el día a día de la ciudad y su gente, pero, desde ya, es
posible augurar que nada bueno ha de salir de estos tiempos donde la gente
llega al extraño actuar de hacer colas frente a un local comercial en el cual
no hay nada; como si en ese gesto hubiese algo mágico, una invocación que hará
que en algún momento se asome un camión cargado de productos para todos.
En toda ciudad hay una calle o sector en el
que la gente parrandera, acude, bien entrada la madrugada, a comer arepas
rellenas, o cualquier tipo de alimento para reponer energías, para seguir la
fiesta. Es lo que se denomina una “calle
del hambre”.
Ahora nuestras ciudades, reproducen ese
concepto, pero desnudado en su acepción más pura. Cuando vamos por nuestra
ciudad las calles con sus colas son calles del hambre, un hambre que se oculta
en nuestros temores más primigenios.