Esta historia ya la había
contado, lo sé, pero al observar el resurgimiento de algunos procesos de
“ranchizificación” en Mérida y Ejido, creo que vale la pena tener estas
referencias en cuenta. Siga leyendo.
De los ya lejanos años 80 nos llegan los recuerdos
infantiles de los inmensos ranchos que simbolizaban el estatus de sus opulentos propietarios, en los famosos
pero interminables melodramas norteamericanos como Dallas, Falcon Crest o
Dinastía.
Entonces me inquietaba que algo tan ostentoso como los
ranchos propiedad de los magnates petroleros texanos, pudieran llamarse igual
que los ranchos a los que nosotros estamos acostumbrados en nuestra realidad
venezolana y que son, por decir lo menos, la manifestación más patética de lo
que debería ser una vivienda.
El “rancho” de la serie de televisión Falcon Crest era una
mansión, con decenas de cuartos, habitaciones cuyo uso era sólo conocido por
sus dueños, piscinas, grandes jardines y sobre todo infinitas entradas en los
que había que recorrer una calle interna flanqueada por altas palmeras que se
mecían con el viento.
Nuestros ranchos eran (y siguen siendo) lo opuesto:
cuatro “paredes” de cualquier material de desecho, una puerta, piso de tierra,
todo decorado con una profunda desesperanza.
Cuando niño, un amigo del colegio se negaba a que yo lo
visitara para ir a hacer las tareas en su casa. El siempre me visitaba y al
final de la jornada casi como un fastidio yo terminaba preguntándole cuándo
podría visitarlo, una propuesta que más que por curiosidad la hacía por el sólo
hecho de lograr la aventura infantil de ir a un lugar distinto a mi casa. Pero
Emilio, que sí se llamaba mi amigo, esquivaba la conversación y se incomodaba.
Un día, sin que él lo supiera, fui a visitarlo, con la
excusa de un trabajo escolar. Él vivía en el mismo barrio y yo sabía la
dirección por algunas referencias. Pregunté a algunos vecinos y me señalaron
una estructura que no tenía forma de casa, mucho menos de hogar. Era un
rancho.
Me acerqué y grité el nombre de Emilio. De aquella
precaria caja de latón oxidado y destartalado salió mi amigo, sorprendido y
junto a él varios de sus hermanos más pequeños se asomaron curiosos. Se quedó
parado allí con cara de disgusto pero, sobre todo, con una enorme vergüenza
reflejada en sus ojos. Allí supe que el rancho era más que varias hojas de
latón unidas en un vano intento de esculpir un hogar: era la negación de los
sueños, la imposibilidad de tener un poco de privacidad, una ofensa a la
dignidad, una marca excluyente, un castigo injusto.
A estas alturas sé que el diccionario le ofrece a la
palabra rancho, dentro de sus muchas acepciones, la de choza pobre, descripción
que se ajusta en parte a nuestros ranchos y no tanto a la que se usa allá en el
norte.
Pero el rancho, nuestros ranchos, significan más. Esos
ranchos que se asoman en distintas partes de la ciudad y del estado Mérida, son
un peso. Una vergüenza como la que intentaba ocultar mi amigo Emilio. Por eso,
erradicar los ranchos debe ser una cruzada de todos, con el gobierno como
principal responsable a la cabeza. Una cruzada para acabar con la negación a la
dignidad humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario