El gobernador que yo quiero, ese o esa que
uno dibuja en su mente con mucho de esperanza, debe entender a Mérida. A ver:
que entienda a Mérida no necesariamente significa que sea de Mérida (es decir
que haya nacido aquí). La partida de nacimiento no debería ser el primer
requisito. Entiendo aquello de la querencia por el lar natal, pero hay
suficientes ejemplos en nuestra historia que indican que el amor por la tierra
no nace precisamente del acta del bautismo, como el amor entre parejas no nace
del acta de matrimonio. Ser merideño es profesar amor por esta tierra a partir
de los actos y claro está, de los sueños. Obras son amores, así que quien ama
hace. Eso es importante.
El gobernador que yo quiero, y vuelvo con
lo de entender a Mérida, tiene que tener el don de la paciencia con las
solicitudes de su pueblo. Son tantas y tantas promesas acumuladas e incumplidas
la mayoría, que quien llegue a la silla de la Gobernación, debe saber escuchar
a sabiendas que cuando uno de nosotros, su pueblo, solicité esto o aquello para
su comunidad, lo hará empujando las palabras con el corazón, como si fuese la
última oportunidad para decir. Paciencia con los deseos de la gente. Y respeto:
escuchar para saber dónde y cómo actuar. Atrás que queden las promesas
inviables, aunque duela decirlo. Por eso el gobernador que yo quiero debe tener
la capacidad para plantarse firme en torno a lo posible. Eso sí: ningún poder,
por central que este sea, por la afinidad política que se tenga, puede sacarlo
de sus compromisos.
Ese gobernador que yo quiero debe ver el
verdor de nuestras montañas y tiene que tener oído para, aún estando en la ciudad,
escuchar todos los ríos. Quiero decir que debe ser un gobernador ganado para
dar la gran batalla por la defensa de nuestro ambiente y su preservación. Sí
así lo hace, estará, de paso, solidificando las bases de nuestro turismo. Y es
que la gente viene aquí, en gran medida, por nuestro deslumbrante entorno. Por
las nevadas, el frío, la neblina, el olor a pino e incluso por la ardilla que
aún se asoma saltarina por los árboles de la plaza Bolívar. Un gobernador “verde”,
pero no de envidia, sino de naturaleza.
No necesariamente debe ser un gobernador de
toga y birrete pero debe proteger como un caballero medieval a la ULA y a todo el sistema universitario que
nos identifica. Debe ser un padre para los bachis, un amigo para los científicos
e investigadores, un aliado de los profesores y un apoyo para las autoridades. Debe
convertir las ideas de la ULA en realidades al servicio del pueblo. Sólo debe
abrir su mente, espantar a los improvisadores y darle voz a los que saben.
¿Puedo pedir más?.. Bien, el gobernador que
yo quiero debe tocar la tierra y debe ponerse el sombrero a las 5 en punto de
la madrugada. Debe sorber unas cucharadas de caliente pizca y echarse al hombro
el saco que contiene las mejores aspiraciones de los nuestros agricultores.
Debe celebrar cuando se da la cosecha y compartir la angustia de nuestros
hombres y mujeres del páramo, del Mocotíes o de la Panamericana cuando la
tierra nos deja con la mesa vacía.
El gobernador que yo quiero debe subirse a
un escenario con nuestros teatreros, debe aplaudir a nuestras orquestas, admirar
la obra de nuestros artistas.
El gobernador que yo quiero debe salir
temprano y recorrer sin guardaespaldas las avenidas aún desiertas de la ciudad.
Debe dolerse con la basura en las aceras, debe molestarse con las paredes
sucias y el árbol caído. Debe contrariarse porque hay postes sin electricidad y
huecos en las calles, tubos sin agua, casas sin luz. Debe sentir miedo cuando
sale tarde y debe atravesar el peligro de las calles tomadas por la
delincuencia.
El gobernador que yo quiero… ¿Se parece al
gobernador que tú quieres?
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