De vez en cuando a la tecnología le da por poner orden
a las cosas. Si tienes un aparato, para esto, otro para aquello y uno más para
lo otro, en un momento la tecnología los agrupa bajo el concepto de “todo en
uno” u “All in one” para decirlo con un sentido
más publicitario y por lo mismo
llamativo y muy mercantil.
La verdad, lo anterior no es nada nuevo. Recuerdo de mi
infancia la vez cuando llevaron a la casa un portento de la tecnología musical
y del entretenimiento bautizado “Tres en uno” (lo que en este tiempo tendríamos
que llamar entonces “three in one”). Se trataba, ni más ni menos, de un
tocadiscos de vinilo, acompañado por un reproductor de cassette y un radio AM.
Entonces uno agradecía la genialidad de los diseñadores de equipos electrónicos
por poner todo en un solo aparato, proeza que permitía disfrutar mejor de la
tecnología.
Sin embargo, hay algunos “todo en uno” que nadie desea
porque significan algo así como vivir el infierno en la tierra. A veces a
nuestra ciudad le da por presentarnos todos sus males, empaquetados en un solo
lugar, en un solo momento. Vaya usted a saber porque hay quienes se empeñan en
hacernos pagar nuestros pecados en el centro de Mérida, pero cuando nos toca
entrar al casco central por obligación, no hay otra cosa que podamos hacer sino
resignarnos. Y les cuento:
Fui víctima el pasado viernes de un “todo en uno” en plena avenida 4, entre
calles 19 y 20. En este caso el “all in
one” al que me refiero incluía protestas en la Plaza Bolívar, cierre parcial de
la avenida 2 por una tarima para un concierto, choque de un taxista con otro
vehículo (precisamente delante de mi) y un basurero obstaculizando parte de la
vía. Lo único que faltaba para complicar más el tránsito era un desfile de
elefantes pintados de rosado. Por suerte esto último no ocurrió.
Atrapado allí en medio de ese caos del tránsito y,
digamos, con algo de tiempo para reflexionar sobre mi situación (no podía ni
subir, ni bajar a ningún lado) observé algunos importantes detalles que, ahora
lo comprendo, pueden ser entendidos como una revelación urbana.
Para empezar, el caos no le pertenecía a nadie. Así de
sencillo: eran tan variadas las causas del pandemónium, que, sencillamente, era
imposible apuntar el dedo hacia autoridad alguna, lo cual no dejaba de ser algo
frustrante cuando la rabia nos pide soltar algunos sapos y culebras podridos
contra una autoridad en particular. Ese caos, amigas, amigos, era de todos
nosotros. Allí lo teníamos regado por las calles, aceras, avenidas y cuanto
espacio urbano exista, a disposición de nuestro tiempo, para que cada quien
haga con su caos lo que mejor quisiera, o, para decirlo con palabras de la
filósofa Diosa Canales, para hacer lo que a cada quien le diera la “perra
gana”.
Y, por supuesto, cada quien siguió los consejos de la
susodicha, ya que a falta de algún agente de la Policía Municipal (por cierto…
¿Existe la Policía Municipal?) algunos conductores optaron por subirse a las
aceras, retroceder arbitrariamente y, como el mejor de los faquires, tragarse
las flechas de algunas calles.
Como era mediodía, el sol pegaba sobre aquella escena,
especie de cuadro no descubierto de Dalí.
Hacía rato había apagado el carro con la esperanza de que se refrescara
(usted sabe que a veces a uno le da por
tratar al carro como un animal que se cansa y se fatiga). Mi hijo de
nueve años aprovechó la tranca para ir a jugar con un perro mientras yo lo
miraba con ternura. Sin saberlo, él me dio la clave para entender, y saber
enfrentar, nuestro muy merideño “todo en
uno”. Los mensajes de Don Miguel Ruiz, el de los Cuatro Acuerdos, y de Deepak
Chopra, el de las Siete Leyes Espirituales, vinieron a mi mente como una brisa
fresca, como un vaso de agua helada en medio del fatigoso desierto. “No te
tomes nada personalmente”, aconseja Don Miguel; “Deja que fluya la ley del
menor esfuerzo”, afirma el maestro Chopra.
Supe pues que esta es la ciudad que hemos construido
con nuestras omisiones, nuestras decisiones políticas y nuestras acciones. El
caos es nuestro momento. Claro que todo esto debe cambiar, de eso no hay duda,
pero mientras todo confluye y se hace uno, toca bajarse del carro y ponerse a
jugar con los perros.