El pasado jueves fue un día raro. Mayo
estaba a punto de terminar y en el ambiente no necesariamente florecían las
emblemáticas “flores de mayo” sino las expectativas por sumar algo a la
quincena, asumir los debates domésticos sobre si hacer la cola en el abasto del
chino o en el supermercado e intentar estrategias para no ser engullido por las
colas, cortesía de nuevas protestas en las principales avenidas.
En ese trance estábamos cuando el jueves
ofreció su primera dosis de surrealismo: un camión, enorme, estacionado cerca
del cementerio de El Espejo tenía las puertas de su depósito abiertas de par en
par y mostraba a los afortunados paseantes mañaneros, que transitaban por el
lugar, paquetes tras paquetes de papel higiénico. Sé que uno debe guardar
cierta compostura ante los asedios emocionales del consumismo, pero en este
caso pudo más la escases y fue cuando decidimos buscar un puesto para
estacionar.
El plan de estacionar no se cumplió
inmediatamente ya que otro camión, en este caso uno del aseo urbano recogía basura a esa hora. No eran dos o tres
bolsas: eran toneladas de basura que se apilaban en las aceras. El camión iba
lento y perezoso y los trabajadores del aseo hacían lo suyo entre olores
pestilentes y todo tipo de desechos. Poco les importaba si paralizaban el
tránsito toda la mañana. Por eso no me sorprendió que en pocos minutos, detrás
de mi carro, habían acumulados decenas de conductores desesperados por llegar a
sus sitios de trabajo quienes no dudaron en ofrecer un tempranero concierto de
cornetas, bocinas y maldiciones con la esperanza de apurar las maniobras de los
aseadores.
Pasé 25 minutos tras el camión de la
basura, pero ese desagradable sacrificio mañanero valdría la pena si lograba
acercarme al camión que me interesaba, ese el del papel higiénico que seguía
fijo en mi mente como una extraña visión. Por supuesto que me imaginé llegando
altivo a mi hogar con un enorme paquete de papel higiénico, recibido en medio
de los aplausos de toda la familia, cual héroe que llega victorioso luego de
una sudorosa batalla.
Cuando por fin llegué al camión una enorme
cola se había formado, por algún mecanismo parecido a la generación espontánea
de la cual especuló la ciencia en algún momento pero que ahora parecía
comprobarse.
Hice la cola con cierto desdén, convencido
de lo inútil que resultaría la empresa de llegar a ser uno de los afortunados
que conseguían ese exótico objeto del deseo venezolano. Pensé que en algún
momento una de esas calles que llevan al cementerio El Espejo se llamó “Calle
de la Igualdad” ¿Sería esa donde estábamos ubicados?...No se. Ahora, lo de
igualdad era bastante cierto ya que en la cola había profesores universitarios,
amas de casa, funcionarios públicos, estudiantes, obreros, en fin. Todos en ese
“rollo”.
Pasada media hora, nos tocó la suerte de
ingresar al abasto donde se desembarcada la mercancía. Entré con un grupo que
como autómatas buscaban lo que había justificado la cola. Alguien preguntó
dónde estaba el papel y un empleado respondió con lógica burlona: “donde haya
más gente”.
Al final salí con mi paquete de 12 rollos.
Cuando camina hacia el carro pensé que esa cotidianidad extraña no tenía mucha
razón de ser. ¿Dije al principio que había sido un jueves raro? No es cierto:
ahora es de lo más normal.
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