Cuando vemos una estampa
turística que nos llega de algún lugar exótico del mundo, pareciera que la
presencia de vendedores ambulantes, tarantines, improvisados mesones y otras
imágenes de los mercados de pulgas, constituye una “típica” situación, lo cual
justificaría que por estos lares tengamos nuestras propias expresiones de la
economía informal, es decir, nuestros buhoneros.
Pero esa es una falsa
imagen a lo interno. Una cosa es un mercado de pulgas con medio siglo de
antigüedad perdido en un remoto país oriental, a una ciudad en la cual no hay
espacio en las aceras porque los vendedores las han tomado para ofrecer
cualquier producto que les permita una fuente mínima de sustento.
Además, echemos un
vistazo a los productos que podemos conseguir en una típica calle del centro de
Marruecos, por ejemplo, a los productos que nos ofertan los vendedores de una
calle en las aceras de Mérida: por allá cueros artesanales, tejidos y
orfebrería que transmite el trabajo artesanal de siglos de tradición. En lo que
a nosotros respecta, nuestros vendedores se concentran en forros para
celulares, cigarrillos, ropa traída de cualquier país cercano, sostenes y
chucherías…
En pocas palabras: no
debemos caer en el juego – muchas veces propuestos por algunos burócratas de
algún ente de gobierno que buscan justificar lo injustificable – de confundir
la desesperada expresión de un problema económico (como tal en buena parte de
nuestra economía informal) con las imágenes de mercados artesanales que van de
la mano de un escenario típico en otras latitudes.
Porque los buhoneros de
nuestras ciudades son personas que buscan ganarse la vida a falta de mejores
oportunidades en la estructura formal de la economía, bien sea en las empresas
o instituciones de gobierno, como en el aparato económico promovido por el
sector privado.
Hay que tomar en cuenta
que antes de que el actual gobierno arribara al poder ya Venezuela exhibía
preocupantes signos de deterioro económico. Por ejemplo, en 1999 la
informalidad en el país era de un 55 por ciento, versus un 42 por ciento
actual, según cifras que maneja el gobierno nacional a través del Instituto
Nacional de Estadística (INE). Es decir, se ha logrado frenar el crecimiento de
la informalidad e incluso se han bajado significativamente los porcentajes.
No obstante los
avances, esos casi 6 millones de
venezolanos que todos los días salen a las calles a ver cómo resuelven el día
(no la semana, ni el mes, sino el día, esas 12
horas que van desde que el sol alumbra hasta que cae la noche) siguen
colocando los planes de reducción y control de las ventas informales en ámbitos
urbanos como un ejercicio parecido al de arar en el mar.
Mérida es buen ejemplo de
esas iniciativas frustradas. Desde que Fortunato González fue electo en 1989
como el primer alcalde de la ciudad de Mérida, han pasado siete alcaldes en ese
lapso de 25 años de vida ciudadana que han corrido hasta estos días de 2014.
Me imagino que cada uno
de estos alcaldes cuando revisó las condiciones de la ciudad concluyó que algo
había que hacer con tantos buhoneros.
En la mayoría de los
casos hubo una aparente bien intencionada política de “sacar a los buhoneros de
las aceras”. Los planes incluían hacer un censo previo para saber cuántos
buhoneros existían en total. Esa revisión además indicaba el tipo de mercadería
que expendían en las calles, los años de labor en lo que los comerciantes
llaman “el punto”, la situación socioeconómica de los buhoneros (edades, sexo,
número de hijos, estudios realizados). Finalmente las soluciones siempre
terminaban en la búsqueda de un terreno para la construcción de un espacio para
los comerciantes y la solicitud de abandonar las calles para irse a sus nuevos
locales. Esto último nunca se cumplía y si ocurría era una mezcla extraña de
situaciones en la que el comerciante informal prefería seguir en la calle – más
rentable y de venta segura - y alquilar o vender el local otorgado por la
municipalidad.
Así, tenemos varios
mercados organizados y construidos en la ciudad y la misma o mayor cantidad de
buhoneros en la calle. En fin, el problema sigue sin resolver.
Vale recordar que – según
el diario El Universal - de acuerdo a las cifras oficiales, en los últimos 12
meses dejaron de existir 58 mil empleadores y en 12 años 153 mil. En 2000,
había 499 mil patronos privados y hoy apenas sobreviven 345 mil. Esto ligado al
cerco regulatorio que enfrenta el empresario local, los controles de cambio y
de precios, que han frenado la expansión del sector, crea las condiciones para
que cualquier persona se plantee sumarse a la lista de la economía informal.
Esa presión va a parar, indefectiblemente, a los espacios públicos de las
ciudades, que deben lidiar con la expresión más conflictiva del problema.
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