I
Mientras las autoridades gubernamentales
buscan culpables de la crisis económica hasta en la Patagonia, los pocos
bolívares que quedan en el bolsillo se encogen con el paso de las horas o tal
vez de los minutos.
Sí: de los minutos. En el mercado, un
vendedor de pescados, un hombre algo gordo, con bigotes mexicanos y modales de hiena, respondió a la pregunta
necesaria: “Señor… ¿Cuántos cuesta el kilo de bagre?”, con un sonoro y claro
número “450 bolívares”.
Quien esto escribe, persuadido por los
consejos de los economistas, quienes advierten de lo económicamente incorrecto
de comprar “a primera vista”, decidió irse de tour entre los puestos,
preguntando aquí, conversando allá, entre manamanas, bocachicos y uno que otro
jurel. El precio del bagre siempre fue superior a los 500 bolívares, así que
aquellos iniciales 450 del vendedor entrado en kilos era la mejor oferta.
Y así fue: parado una vez más frente al
puesto para comprar el kilo de bagre a 450 bolívares, y contando ya los
malogrados billetes, un pensamiento retumbó a lo lejos y nos llevó a solicitar de
nuevo el precio, por si las moscas: “A 450 bolívares el kilo… ¿no?”. El hombre
agitó sus bigotes y respondió como un general que ordena a sus tropas entrar en batalla. “Son 500 bolívares”.
No hubo forma de recordarle que hacía 15
minutos había dicho 450. O sí la hubo pero la respuesta, tan odiosa como agría,
fue: “Eran 450 y usted no aprovechó”. Miré la mesa de los pescados y juro que vi a uno de los bagres esbozar una sonrisa burlona y cruel.
II
La idea era sencilla: comprar tres “jabones
de tocador”, que es la forma elegante de referirse a tres pastas de jabón azul de Las Llaves.
Pero en el mercado no se divisaban los
bachaqueros con sus productos. Un temor flotaba en el ambiente.
Nos acercamos a la única persona que había
decidido exhibir parte de su ilegal mercadería. Una mujer morena, de pelo negro
brillante y mirada triste.
Le pregunté por los jabones y lanzó un no
como respuesta. Sin embargo, no sé de donde salió, una mujer mayor, casi
anciana, me susurró cerca del oído: “Yo si tengo jabones, pero debemos andar
con cuidado. La Guardia está cerca”.
Me sentí en una escena de película, en una
donde se negocian diamantes o armas de guerra, entre mafiosos, gánster y otros
miembros de la fauna criminal.
“Bueno, sí, dije dudoso: deme tres
jabones”. Pensé que la mujer tomaría el dinero y saldría a buscar el producto
en algún remoto recoveco del mercado. Pero no: se acercó a un bebé que dormía
plácido entre los olores del mercado, metió la mano bajo del colchón de la cuna
y sacó tres jabones. Me los entregó y casi de inmediato, con una fuerte mirada,
me ordenó irme.
Me di media vuelta y caminé. Unos metros
más adelante volteé para ver a la mujer quien aún miraba agitadamente a la
derecha y a la izquierda, como esperando que llegaran un helicóptero de las
fuerzas especiales.
Me fui del mercado sin bagre y con tres
jabones entregados en una extraña operación en la que, por cierto, participó el
bachaquero más chiquito del mundo.
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