Mérida y su amalgama de iglesias y edificios. Fotografía tomada desde la Av.3 / Foto: Adelfo Solarte
Mérida llegó a sus 457 años. Los recibe de
pie. Como una ciudad que de alguna manera ha logrado mantener el cordón
umbilical que la ata a sus códigos identitarios.
Mantiene, en medio del desconcierto urbano
de los nuevos tiempos, rastros de su
génesis que se logran visualizar, opacados tal vez, pero presentes con la
suficiente fuerza como para justificar los esfuerzos por rescatarlos y tomarlos
como guía de la ciudad futura.
Mérida no se ha estancado. Me ha tocado
visitar algunas ciudades del país que en la última década han tenido
dificultades para reinterpretarse.
Claro, no todo cambio es para bien, pero
una ciudad, que es la suma de la vida humana, no puede quedarse como agua de
estaque, sino como agua de río, que fluye y va enfrentando los retos del camino,
con caídas, piedras, lluvias, obstáculos, pero que fluye y busca el destino que
es el de seguir hacia adelante.
En ese sentido nuestra Mérida, es escenario
de transformaciones. Aunque criticadas por muchos, obras como el Trolebús, la
radical renovación del Teleférico de Mérida (ahora Mukumbarí), los nuevos
bulevares, los esfuerzos privados que a
cuentas gotas se asoman en el perfil de la ciudad, todo ello reporta cambios
físicos que hacen de la ciudad una entidad viva, por lo mismo compleja. No hay una
ciudad única. La misma ciudad reporta sentimientos encontrados. Es parte de su
ser.
Aún más dramáticos son los cambios humanos.
¿Será que se ha perdido la merideñidad? Y para saber si se ha perdido o no…
¿Qué es eso de la merideñidad?
Dicen los que investigan los fenómenos
urbano-merideños, que en esa merideñidad hay elementos que no debemos dejar
perder como, por ejemplo, el respeto, la caballerosidad, la cordialidad, un
marcado sentido religioso, una pasión por las tradiciones construidas durante
siglos, una inclinación hacia el saber, la academia, las luces. Son virtudes
conjugadas en plural, de acento colectivo. Y por ellas hay que luchar porque,
integradas a los cambios físicos de la ciudad, constituyen (o más bien
restituyen) la posibilidad de ver una ciudad cambiada pero con una personalidad
definida.
Pero debemos insistir en la ciudad que
cambia, que se transforma, que crece, que no es estática. Podríamos decir que
en esto de ver a la ciudad hay dos bandos: los que consideran los cambios como
un daño en sí mismo a las virtudes urbanas, y los que estiman que la ciudad
puede cambiar pero lo que no puede es traicionar su identidad. Pudiera hablarse
incluso de un sector menos apegado a las tradiciones, ese que considera que la
ciudad es un hecho de la gente que la hace y que si ese conjunto humano se da
una ciudad sin alma, esa es la ciudad que tendrán.
Y es que, insistimos, no existe una ciudad.
Puedo decir mi ciudad y en esa expresión recoger mis puntos de vista, los que
pueden ser diametralmente opuestos a los de aquel que está a mi lado. Hay una
“mi ciudad”, pero que depende de “nuestra ciudad”.
En todo caso, vuelvo, en la Mérida que veo
como “mi ciudad” hay suficiente fortaleza como para justificar la lucha por
hacerla mejor. Incluso, y esto puede sonar a paradoja, aquellos más acérrimos
que intentan encontrar un camino para volver a la Mérida bucólica de décadas
atrás, hay la convicción de lo rescatable. Es decir, nadie salva a un cadáver. Se salva, o se hace
el intento, a aquello que aún sigue vivo.
No somos, pues, enterradores de Mérida.
Somos parte de los que escuchan su respiración e intentamos descubrir en su
semblante una sonrisa vital. /Adelfo Solarte
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