Porque me parece de una importancia
capital, muchas veces he escrito sobre lo que yo llamo “el estándar de Mérida”
o, más bien, los estándares que históricamente ha manejado la ciudad y sus habitantes en asuntos como la
calidad de los servicios, consideraciones que al final se traducen en calidad
de vida para todos.
Permítanme una anécdota que puede aclarar
mejor este asunto de los estándares que se da una ciudad: cuando llegué a
Mérida hace 20 años, uno de los rasgos que como periodista más me llamó la
atención fue, precisamente, el de los estándares de Mérida para temas claves en
lo urbano, como por ejemplo la seguridad pública, la limpieza y el ornato.
Me explico: cuando a un habitante de Mérida
un sector de la ciudad le parecía una “zona roja”, donde la delincuencia
campeaba, yo, entonces recién llegado, veía una comunidad más bien tranquila.
Me acuerdo que me tocó vivir 2 años en la parte media del sector Los Curos y
cuando les mencionaba a algunos amigos merideños sobre el sector donde vivía me
decían “licenciado múdese apenas pueda porque eso allí es muy peligroso”. A mí
me parecía una broma. En dos años que viví allí no vi ni un atraco en la parada
del autobús, algo que, de todas formas, hubiese considerado normal de haber
ocurrido. Un amigo de Barquisimeto que me visitó en ese entonces, compartía esa
visión: “los merideños ven una zona roja donde yo veo un sector tranquilito”.
Claro que existía delincuencia pero la misma estaba a una escala aceptable para
la vida en una ciudad, según lo veíamos
los que recién llegábamos a este paraíso. Por supuesto que para mis vecinos de
Los Curos aquello era un infierno donde “ya no se podía vivir”.
A eso me refiero: había un estándar que
determinaba el umbral por el que se medía la calidad de vida, en general.
Lo que a alguien de afuera- es decir, de
otras ciudades de Venezuela - le resultaba tolerable y hasta bonito, al
exigente merideño le resultaba peligroso, feo, problemático. Y allí estaba lo
sorprendente de la gente de esta ciudad, de los merideños y de aquellos que nos
hemos convertido en merideños a fuerza de querer a esta urbe, pequeña,
encantadora, privilegiada pero sometida a un proceso de degradación que hay que detener.
Era como una firma personal de los
merideños: poca tolerancia a la basura, a la degradación ambiental, a la
violencia, a la delincuencia. Y, por ende, un grado de exigencia mucho mayor
para con las autoridades y los servicios.
Parto del supuesto de que si Mérida retoma
esa visión de ciudad exigente (consciente o inconscientemente) dicha postura
puede ayudar a recuperar muchas de las glorias urbanas pérdidas, entre éstas la
de mostrar una ciudad realmente limpia.
Escribo esta reflexión sobre el estándar de
Mérida porque la semana pasada redacté unas líneas bajo el título “No pudimos ofrecer una ciudad limpia” en las que reclamábamos la
indolencia, tanto de la alcaldía como del gobierno regional en torno a la
limpieza de la ciudad en un momento de
máxima presencia de turistas. Según
nuestro criterio, la ciudad estaba sucia. Punto.
Otros no lo
vieron así y algunos comentarios generados sobre el escrito daban cuenta de
que, todo lo contrario, la ciudad estaba bastante limpia. Tal vez si la
comparamos con el basurero en el que Mérida estaba convertida hace tres meses
resulte que, en verdad, ahora se vea más limpia, pero no podemos utilizar
semejante punto de referencia ya que lo que ocurrió con la basura en Mérida
semanas atrás excede cualquier escenario racional.
Creo que lo que
ocurre es que algunos, ante la incompetencia gubernamental para hacer un
trabajo decente de limpieza, barridos de las calles, lavado de las aceras,
retiro de escombros, recolección domiciliaria y otros servicios vinculados,
tienden a conformarse con que pasen una escoba una vez a la semana.
Mérida nunca ha
sido una ciudad conformista con la suciedad y no debe serlo ahora. La Gobernación
y la Alcaldía, deben superar las infantiles diatribas que nos afectan y
entregar un servicio que no sólo sorprenda a los visitantes por lo impecable de
la ciudad sino, y es lo más importante, que nos sorprenda a nosotros mismos.
Allí debemos llegar, superando cualquier conformismo.
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