Sé que cuando estalla la
rabia de la sociedad, las solicitudes que apuntan a evitar el daño a los bienes
públicos, a los servicios e incluso a la propiedad privada, son tomadas como necedades
e incluso se llega a ver tal oposición en
contra de destruir el mobiliario urbano como una sospechosa petición,
tal vez hecha por alguien opuesto al reclamo popular.
Pero algunos deben pasar
el mal rato de ser los aguafiestas de la anarquía. Yo me cuento entre esos que
no justifican que para solicitar un aumento de sueldo haya que quemar la
empresa que te da el trabajo. O que
para pedir mejoras en el transporte no
se nos ocurra otra brillante idea que quemar un autobús. O que para exigirle a Corpoelec
mejor atención a la calidad del servicio eléctrico tengamos que tumbar unos
postes del alumbrado.
Claro, a veces las
solicitudes no son tan puntuales. Cuando
se pide, por ejemplo, un cambio en la actitud indolente de un gobierno poco
eficiente como el que tenemos, parece
que cualquier cosa a la mano sirve para presionar. Y sin mucho que perder,
algunos se lanzan a la destrucción sin sentido, tal como ocurrió por parte de
algunos manifestantes poco enterados de que el daño que se le hace a la ciudad,
en cualquiera de sus servicios o elementos urbanos, es un daño que tendrá que
sufrir no la autoridad a la que se intenta denunciar o reclamar, sino otro
semejante, otra persona, a cuya calidad de vida le habremos, injustamente, restados puntos.
Lo planteado nos lleva al
reciente escenario que vivió Mérida en
los meses de febrero, marzo y abril. El
reclamo - justo en lo que a mí concierne
- tomó
caminos de una inédita violencia urbana, de la cual fue víctima la infraestructura de
servicios, la cual, es evidente, no se recuperará
de un día para otro.
Semáforos, paradas,
postes del alumbrado, estaciones y
unidades del sistema trolebús,
señalización, teléfonos, papeleras, árboles, alcantarillas, bocas de
visita, aceras, transformadores y otras
estructuras del sistema eléctrico, busetas,
supermercados, tiendas de comida rápida, centros comerciales, fueron, entre otras, las
víctimas de una ola de destrucción
que, por lo que he percibido de la
opinión de muchos ciudadanos, no era
necesaria, ni tuvo efecto alguno sobre los cambios políticos solicitados.
No hablo aquí de otras situaciones
- el tipo y
estilo de protesta - para no
desviar la atención puntual sobre el
daño al patrimonio de la ciudad.
En definitiva, la
protesta no tiene reparo en usar lo que
está a la mano para hacer que la petición ante
el gobierno surta efecto: y si
eso incluye los bienes públicos, pues
parece que la ecuación es simple o simplista: ¡a por ellos!
No obstante esa
predica, no está demás insistir en la
necesidad de reclamar más pero con el menor daño a lo que es de todos… ¿Es eso posible? Bueno,
la verdad no tengo la respuesta ahora,
pero sí sé que la creatividad de los venezolanos
da para mucho, así que ojalá la próxima protesta sea encauzada en formas de
acción de las que los demás no se sientan atacados, sin razón ni medida
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