domingo, 6 de octubre de 2013

Libertad a brochazos






Es bueno establecer las necesarias diferencias entre un grafitero,  que en buena medida contribuye con su arte a darle personalidad a  algunas desnudas paredes de la ciudad, y los “rayadores”,  una especie de individuos cuyo única y obstinada meta en la vida es  escribir incesantemente sus firmas, a manera de garabatos, en puertas, ventanas, paredes y, para que usted vea, sobre los  grafitis.
Una cosa es, pues, por un lado, el arte urbano, que es fiel reflejo  de un trabajo creativo  (clandestino o no) de sus hacedores, y, por otro lado, unas cuantas rayas cuya presencia sólo esconde un inocultable exhibicionismo de su “autor”, cuando no una verdadera postura delictiva, destructora, depredadora.
Por supuesto, también  están  las pintas que canalizan reclamos puntuales y que surgen del fervor de un momento de reclamo o protesta. Éstas  deben tenerse como expresión de sectores inconformes y, por lo tanto, suelen ser parte del paisaje urbano. Son formas de expresión política o ideológica y con su presencia debe lidiarse de manera paciente ya  que no fueron escritas con ánimos de destruir  el patrimonio, sino  como urgente forma de decir, de hablar, de expresarse. Cierto, sus  efectos pueden ser destructivos pero su llegada a la pared, al monumento, a la  calle, estuvieron precedidos por motivos ajenos a una intencionalidad de “rayar  por rayar”.
En fin, dejando a un lado el arte urbano y la pinta como forma de reclamo (que no la burda propaganda electoral), hay una cada vez más notoria agresión a la ciudad a partir de los rayadores de oficio que no dudan  en destruir el patrimonio urbano o menguar la ya de por sí lesionada imagen de la ciudad.
Este no es ni remotamente un problema merideño o venezolano. Casi todas las ciudades del mundo tienen que buscar formas de no desaparecer ante la avalancha de los rayadores.
Por ejemplo, la siguiente nota (tomada de msn Noticias – Chile)  deja claro la magnitud del problema, cuantificada por comerciantes de una importante calle de Santiago. La nota dice así:
“El problema es de gran magnitud y afecta directamente a las finanzas de los cientos de comerciantes que trabajan en el centro de la ciudad. Cansados de ser víctimas de los rayados, muchos de los cuales tienen contenidos ofensivos, locatarios y residentes de la Alameda se agruparon en la Corporación Calle Dieciocho, la cual hizo un registro de cuánta es la inversión hecha para mantener sus respectivos lugares en forma adecuada. Los resultados del sondeo arrojaron que entre 200 comerciantes ubicados en la Alameda, desde Estación Central hasta Plaza Italia, gastaron la increíble suma de $94.941.250  (casi un millón 200 mil bolívares) para mantener limpias sus fachadas.

En el estudio no se tomaron en cuenta los locales comerciales ubicados en las calles perpendiculares a la Alameda ni tampoco bancos y grandes tiendas, pues de haberse tomado en cuenta, las cifras habrían sido mucho mayores”.  Hasta  aquí la nota.
A propósito del problema,  la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, emprendió un plan que incluye varias acciones puntuales. Por ejemplo, la aplicación de un barniz antirayados que se aplicó sobre todo a edificios históricos como la Casa Colorada (se muestra en la foto de esta columna). Se trata de un barniz transparente que no afecta el color original ni la textura de las fachadas pero ayuda a remover los  rayones que  suelen hacer aquellos que no valoran el patrimonio o para los que su firma garabateada vale más que la integridad de los monumentos históricos. Obviamente el plan incluye mayor vigilancia y multas severas.
El caso es que en Mérida se debe hacer algo concreto para frenar la depredación urbana. En este sentido, ya que se asoma una nueva campaña política, la prohibición a todos los candidatos de usar rayado con aerosoles y pega de carteles en espacios públicos, puede ser un punto de honor. Las paredes no hablan, pero lo agradecerán.

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