domingo, 3 de noviembre de 2013

El extraño síndrome del edificio recién pintado




Vivo en una zona muy urbanizada en la que hay más edificios que árboles. Es el Conjunto Residencial Cardenal Quintero, un pequeño espacio donde en once edificios se apiñan más de 400 apartamentos, en cada uno un hogar, en cada hogar una familia. Una familia, debo aclarar, en el sentido amplio: tres estudiantes compartiendo el alquiler, son una familia. La señora que cuida a su madre anciana, es una familia. Incluso es una familia la pareja del mismo sexo que decidió que más allá de los chismes de ascensor era preferible compartir amores de estos tiempos.
Claro, hay las familias  “típicas”  con el papá, la mamá, los  hijos, la mascota y las deudas.
Lo que quiero decir es que donde vivo es un sitio común, una comunidad normal en toda ciudad  venezolana. Pese a algunos rasgos negativos descritos  más arriba, me gusta mi sector,  me siento bien con la mayoría de los vecinos y   porque,   además, aún mi ventana no ha sido tapada por otro edificio, por lo que de vez en cuando puedo mirar la montaña y hacer  el ejercicio mental de imitar el vuelo liberador de los pájaros.
Por lo tanto, en mis elucubraciones ciudadanas estimo que lo que pasa en Cardenal Quintero puede ocurrir muy parecido en otros espacios urbanos de    Venezuela y ¿por qué no?, de Latinoamérica.  Eso para no ir más allá de estas amplias fronteras culturales que representa nuestro continente.
Pero volvamos a Cardenal Quintero. Hace no más de tres años los vecinos  de una de las torres decidieron pintar su edificio. La decisión desató, como era de  esperarse, opiniones encontradas.  Alguien criticó la   decisión “unilateral”  de esos vecinos por pintar su edificio cuando en reuniones previas, entre todas las  juntas de condominio, se había decidido que habían  problemas de inversión más urgentes como, por   ejemplo, reparar la loza superior del  estacionamiento la cual muestra claros signos de deterioro y que   incluso pudiera venirse abajo el día menos pensado.
En resumidas cuentas, los vecinos de la torre en   cuestión decidieron pintar haciendo una  cuantiosa inversión para que el trabajo quedara lo mejor posible. Pintaron su edificio de una bonita  combinación de blanco y amarillo.
Sin que nadie lo advirtiera se desató el síndrome del   edificio recién pintado. La torre lucía como una flor   en medio del pantano. La presión visual que se generó  empezó a producir cambios de actitud en vecinos  de  otras torres. 
La torre vecina a la recién pintada, inició sus trabajos  de pintura eso sí, con colores propios. Y así la otra   torre, y la otra, y la otra.
En  cuestión  de meses la  totalidad de los  edificios  estaban pintados y aún hoy  el  efecto trascendió las fronteras  del Conjunto Residencial para  replicarse   en comunidades aledañas.
Lo acontecido aún hoy me parece un interesante comportamiento social en cuya genética pudiera  encontrarse  la clave de un tipo de participación y  acción a partir de nuestras virtudes  y nuestros  defectos. Pienso que en las iniciativas para pintar los  edificios hubo algo de cierta “envidia”  y el típico  planteamiento de “nosotros no somos menos que   nadie” como gráficamente me lo espetó por todo el   cañón una vecina  para lo   cual  su  edificio  no  podía verse peor que el de la vecina de la torre 5.  Cuestión de una extraña alcurnia, pues.   
Es bueno advertir que la inversión para la pintura - necesaria por lo demás  -  era bastante superior a otras urgencias de nuestra  comunidad.  Pero una sola pieza produjo un efecto dominó que dejó a un lado lo caro,  lo costoso de la inversión y las incomodidades.

¿Cómo participamos?, ¿Qué nos anima a hacerlo?, ¿Cómo lograr la unión de todos por un proyecto?... Me   quedan esas preguntas y, les confieso, no sé si las respuestas están en el síndrome del edificio recién pintado.

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