domingo, 20 de mayo de 2012

Chaplin: el santo de los vagabundos




A Charles Chaplin nunca le gustó la Navidad. Decía que había momentos que parecían restregarle su pasado de extrema pobreza, aquellos tiempos de infinito deambular por las calles londinenses buscando algo que comer en medio del frío y la nieve.
La Navidad, pues, era ese incómodo recordatorio del pasado mísero de uno de los más famosos actores y comediantes de la historia.
Precisamente, para ratificar su poco interés por el árbol de Navidad y las bambalinas, Chaplin murió el 25 de diciembre de 1977, a la edad de 88 años.
Pero no era que a Sir Charles Spencer Chaplin, nombre completo del actor británico, le gustara renegar de su época de vagabundo. Su personaje de Charlot (Carlitos, para muchos latinos) encarnó una versión de los indigentes, de los marginales, de los pobres.
Claro, Charlot, con su bastón, su saco estrecho y su mínimo sobrero de hongo, asumía un tipo de pordiosero con aires de dignidad y ademanes gentiles. Una especie de discurso en el que se ratificaba que más allá de la condición que la vida te ponga a sufrir, nunca hay que bajar la guardia de la dignidad.
Por lo anterior, no era extraño descubrir a Chaplin exponiendo su particular visión de la pobreza extrema, como una especie de oración: “Aún cuando estaba en el orfanato o recorría las calles buscando qué comer, me consideraba el actor más grande del mundo. La vida es maravillosa...si no se le tiene miedo. Sin haber conocido la miseria, es imposible valorar el lujo”, decía el actor.
Casi cuatro décadas después de su muerte, el destino ha puesto a Charles Chaplin a encarar una vez más su rol del vagabundo Charlot, pero esta vez por las calles de Mérida.
Ubicada en la encrucijada de las estrechas avenidas 1 y 2, la Plazoleta de Chaplin recibe a los visitantantes y saluda a los propios habitantes merideños, allá al norte de la meseta.
La estatua, donada por el Departamento de Cine de la ULA, evoca un poco al monumento más legendario de Chaplin, en la ciudad de Vevey, en Suiza, donde murió el actor.
Le ha tocado a esta estatua merideña de Chaplin adaptarse a las circunstancias andino-tropicales de estas latitudes, y no sólo por el clima, sino por ciertas manifestaciones culturales, folklóricas y económicas.
Acá en Mérida se cuenta la historia de un ladrón obsesionado, por lo visto, con el culto al doctor José Gregorio Hernández, quien, convencido de que la estatua de Chaplin era, en realidad, una representación del médico de Isnotú, una noche decidió robarla para encenderles velas en un contexto espiritual digamos “más íntimo”. Aunque suene algo estrafalaria, la historia es real.
Sin dejar de ser rocambolesca, más cruda es la actual situación de la Plazoleta de Chaplin, devenida, por obra y gracia de los vagabundos de estos “tiempos modernos”,  en posada para guarecerse del frío y de los peligros de la noche.
Los indigentes que deambulan por las calles de Mérida entre neblinas y lloviznas, saben que, llegado el momento, pueden ir a ubicarse debajo del pedestal del monumento a Chaplin, diseñado para albergar un pequeño espejo de agua, una fuente, pero al cual la marginalidad le dio otro uso menos ornamental y, sí, mucho más práctico.
En medio del surrealismo de nuestra Venezuela, alguien jura que con su familia de vagabundos dormidos a sus pies, hundidos en la pesadez de sus borracheras, de pobreza y hambre, la estatua ha vencido su estática condición y ha bajado, gustosa,  para compartir un lugar en medio de los cartones, los periódicos sucios y los sueños no alcanzados. En Mérida, Charlot revive cada noche ahora convertido en santo y patrón de los desamparados.

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