sábado, 1 de junio de 2013

El rollo cotidiano





El pasado jueves fue un día raro. Mayo estaba a punto de terminar y en el ambiente no necesariamente florecían las emblemáticas “flores de mayo” sino las expectativas por sumar algo a la quincena, asumir los debates domésticos sobre si hacer la cola en el abasto del chino o en el supermercado e intentar estrategias para no ser engullido por las colas, cortesía de nuevas protestas en las principales avenidas.
En ese trance estábamos cuando el jueves ofreció su primera dosis de surrealismo: un camión, enorme, estacionado cerca del cementerio de El Espejo tenía las puertas de su depósito abiertas de par en par y mostraba a los afortunados paseantes mañaneros, que transitaban por el lugar, paquetes tras paquetes de papel higiénico. Sé que uno debe guardar cierta compostura ante los asedios emocionales del consumismo, pero en este caso pudo más la escases y fue cuando decidimos buscar un puesto para estacionar.
El plan de estacionar no se cumplió inmediatamente ya que otro camión, en este caso uno del aseo urbano  recogía basura a esa hora. No eran dos o tres bolsas: eran toneladas de basura que se apilaban en las aceras. El camión iba lento y perezoso y los trabajadores del aseo hacían lo suyo entre olores pestilentes y todo tipo de desechos. Poco les importaba si paralizaban el tránsito toda la mañana. Por eso no me sorprendió que en pocos minutos, detrás de mi carro, habían acumulados decenas de conductores desesperados por llegar a sus sitios de trabajo quienes no dudaron en ofrecer un tempranero concierto de cornetas, bocinas y maldiciones con la esperanza de apurar las maniobras de los aseadores.
Pasé 25 minutos tras el camión de la basura, pero ese desagradable sacrificio mañanero valdría la pena si lograba acercarme al camión que me interesaba, ese el del papel higiénico que seguía fijo en mi mente como una extraña visión. Por supuesto que me imaginé llegando altivo a mi hogar con un enorme paquete de papel higiénico, recibido en medio de los aplausos de toda la familia, cual héroe que llega victorioso luego de una sudorosa batalla.
Cuando por fin llegué al camión una enorme cola se había formado, por algún mecanismo parecido a la generación espontánea de la cual especuló la ciencia en algún momento pero que ahora parecía comprobarse.
Hice la cola con cierto desdén, convencido de lo inútil que resultaría la empresa de llegar a ser uno de los afortunados que conseguían ese exótico objeto del deseo venezolano. Pensé que en algún momento una de esas calles que llevan al cementerio El Espejo se llamó “Calle de la Igualdad” ¿Sería esa donde estábamos ubicados?...No se. Ahora, lo de igualdad era bastante cierto ya que en la cola había profesores universitarios, amas de casa, funcionarios públicos, estudiantes, obreros, en fin. Todos en ese “rollo”.
Pasada media hora, nos tocó la suerte de ingresar al abasto donde se desembarcada la mercancía. Entré con un grupo que como autómatas buscaban lo que había justificado la cola. Alguien preguntó dónde estaba el papel y un empleado respondió con lógica burlona: “donde haya más gente”.
Al final salí con mi paquete de 12 rollos. Cuando camina hacia el carro pensé que esa cotidianidad extraña no tenía mucha razón de ser. ¿Dije al principio que había sido un jueves raro? No es cierto: ahora es de lo más normal.

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