lunes, 20 de enero de 2014

Reencontrarnos con el mantenimiento





Una de las distorsiones culturales que como indeseada herencias no dejó la economía basada en la explotación del petróleo, es suponer que el dinero fácil, las divisas en la punta de los dedos (claro, cuando habían tiempos mejores), son suficiente argumento como para renunciar al mantenimiento de las cosas.
Lo anterior se tradujo en una extraña manía por olvidarse totalmente de la responsabilidad que implica mantener una herramienta, un equipo, una avenida, una plaza, un edificio, una ciudad.
¿Para qué pintar la banca de la placita? Es preferible que cuando ya no de para más, comprar una nueva. Y listo. ¿Para qué ocuparnos de alargar la vida útil de las cosas? Ese es la lógica imperante.
Y, vaya vuelta que dio la vida, ahora nos vemos todos (gobierno y ciudadanía) de frente ante una coyuntura en la que los criterios de mantenimiento salen del aquel viejo baúl en el que lo arrojamos hace unas cuantas décadas atrás, y resurgen para ayudarnos a sobrellevar las condiciones que impone un cuadro económico caracterizado por la imposibilidad de acceder a los bienes de consumo y a los servicios a los que aspiramos, incluso aún teniendo los recursos para hacerlo o, peor aún, porque en realidad ya nuestra capacidad adquisitiva ha ido quedando disuelta como un puñado de sal bajo un chorro de agua.
Nos toca reencontrarnos, a juro, a la fuerza, por obligación, con una práctica cultural que es propia de otras culturas en las que nada se tira a la basura si antes no ha sido aplicado un esfuerzo racional por arreglarlo.  
Algunos autores definen el mantenimiento como el conjunto de acciones oportunas, continuas y permanentes dirigidas a prever y asegurar el funcionamiento normal, la eficiencia y la buena apariencia de sistemas, edificios, equipos y accesorios.
Lo anterior implica que para poder garantizar la disponibilidad operacional de sistemas, edificios, instalaciones, equipos y accesorios, el mantenimiento debe ser ejecutado de manera continua y permanente a través de planes que contengan fines, metas y objetivos precisos y claramente definidos.
Por supuesto que al leer esa teoría sobre el mantenimiento y sus implicaciones, no podemos sino tragar algo grueso ya que en el fondo sabemos que las últimas décadas (en la cuarta y en la quinta, para ser más claros) la esencia en el accionar público y en muchos casos privado es el de no aplicar en lo absoluto planes para la prolongación de la vida útil de todo aquello que nos rodea.
Ya en anteriores columnas hemos hablado de nuestra práctica hacia el operativo, que en realidad es una forma un tanto informal de atender un asunto que habría requerido, antes de ese operativo, un mantenimiento continuo.
De allí que cuando salimos a hacer un operativo de limpieza es porque la basura ya no nos deja respirar. Y no nos deja respirar porque no la recogemos en la frecuencia y forma que es debido. Y no se recoge en la frecuencia y forma que es debido porque el problema del aseo urbano y la recolección y disposición final tiene al menos 30 años de fracasos institucionales en el caso de Mérida.
Seamos sinceros: no estamos acostumbrados a arreglar el par de zapatos sino a tirarlo porque tiene una raya en la punta que muy bien podría quitarse con algo de pintura.

Ahora las circunstancias a nuestro alrededor están cambiando dramáticamente. En medio de lo malo, de las carencias, del terrible drama de la caída de la calidad de vida para muchos, aprenderemos a valorar lo poco o mucho que tenemos o que teníamos.

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