domingo, 4 de mayo de 2014

Patrimonio y protesta





Sé que cuando estalla la rabia de la sociedad, las solicitudes que apuntan a evitar el daño a los bienes públicos, a los servicios e incluso a la propiedad privada, son tomadas como necedades e incluso se llega a ver tal oposición en  contra de destruir el mobiliario urbano como una sospechosa petición, tal vez hecha por alguien opuesto al reclamo popular.
Pero algunos deben pasar el mal rato de ser los aguafiestas de la anarquía. Yo me cuento entre esos que no justifican que para solicitar un aumento de sueldo haya que quemar la empresa que te da el   trabajo. O que para pedir mejoras en el transporte no   se nos ocurra otra brillante idea que quemar un   autobús. O que para exigirle a Corpoelec mejor atención a la calidad del servicio eléctrico tengamos que tumbar unos postes del alumbrado.
Claro, a veces las solicitudes no son tan puntuales.  Cuando se pide, por ejemplo, un cambio en la actitud indolente de un gobierno poco eficiente como el que  tenemos, parece que cualquier cosa a la mano sirve para presionar. Y sin mucho que perder, algunos se lanzan a la destrucción sin sentido, tal como ocurrió por parte de algunos manifestantes poco enterados de que el daño que se le hace a la ciudad, en cualquiera de sus servicios o elementos urbanos, es un daño que tendrá que sufrir no la autoridad a la que se intenta denunciar o reclamar, sino otro semejante, otra persona, a cuya calidad de vida le habremos,  injustamente, restados puntos.
Lo planteado nos lleva al reciente escenario que vivió  Mérida en los meses de febrero, marzo y abril. El   reclamo  - justo en lo que a mí concierne -  tomó  caminos de una inédita violencia urbana, de la cual    fue víctima la infraestructura de servicios, la cual, es  evidente, no se recuperará de un día para  otro.
Semáforos, paradas, postes del alumbrado,   estaciones y unidades del sistema trolebús,  señalización, teléfonos, papeleras, árboles, alcantarillas, bocas de visita, aceras, transformadores  y otras estructuras del sistema eléctrico, busetas,  supermercados, tiendas de comida rápida, centros   comerciales, fueron, entre otras, las víctimas de una    ola de destrucción que, por lo que he percibido de  la opinión  de muchos ciudadanos, no era necesaria, ni tuvo efecto alguno sobre los cambios políticos   solicitados.  No hablo aquí de otras situaciones  - el  tipo  y  estilo de protesta  - para no desviar la  atención puntual sobre el daño al patrimonio de la   ciudad.
En definitiva, la protesta no tiene reparo en usar lo   que está a la mano para hacer que la petición ante  el   gobierno surta efecto: y si eso incluye los bienes   públicos, pues parece que la ecuación es simple o simplista: ¡a por ellos!
No obstante esa predica, no está demás insistir en    la necesidad de reclamar más pero con el menor daño a  lo que es de todos… ¿Es eso posible? Bueno, la  verdad no tengo la respuesta ahora, pero sí sé que la   creatividad de los venezolanos da para mucho, así que ojalá la próxima protesta sea encauzada en formas de acción de las que los demás no se sientan atacados, sin razón ni medida

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