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domingo, 10 de noviembre de 2013

Estamos hechos de lo mismo




Cuando salimos al supermercado, o a hacer las compras en cualquier establecimiento comercial, no somos rivales. Me refiero a quienes solemos llamar chavistas, oficialistas o vinculados al gobierno – presuntamente ubicados de un lado del país – y los que se denominan o suelen llamarse opositores, antichavistas o cualquier otra etiqueta – colocados, falsamente, en el extremo contrario de los otros -. No somos rivales porque, sencillamente, pagamos con la misma moneda, en las mismas condiciones inflacionarias, los mismos productos que la escasez y la especulación nos permiten adquirir. Allí no somos rivales, en ese momento cuando enfrentamos la caja registradora y nos dicen “son 2 mil 300 bolívares” y miramos el carrito y sólo hay “tres bolsitas”. Allí somos iguales. Iguales, igualitos.
Tampoco somos rivales, ni especies diferentes, cuando salimos a caminar por la ciudad y un par de tipos nos apuntan con una pistola y nos quitan todo lo que cargamos encima. Allí no hay distinciones: la delincuencia, sépalo de una buena vez, no ve diferencias.
Tampoco somos distintos cuando – Dios no libre – tenemos un accidente y vamos al hospital. Allí la sangre es del mismo color y al aliento de vida lo sostienen los mismos hilos. Le imploramos y rezamos al mismo Dios y si no nos escucha derramamos las mismas lágrimas, iguales, igualitas.
No somos rivales, no somos distintos, cuando vamos a la funeraria. Ni al cementerio. En esos lugares la democracia suele gobernar o al menos un sistema justo donde todos, más allá de las flores plásticas o las naturales, terminarán en polvo.

Nos parecemos mucho, demasiado, cuando se va la luz en nuestra cuadra o cuando la buseta no pasa temprano. Tampoco nos diferencia el funcionario matraquero, que ante la taquilla del organismo nos pide el pago de un peaje injusto por hacer lo que el Estado le paga. No somos rivales o, más bien, no deberíamos serlo, porque, en esta vida somos demasiados parecidos: jugamos para el mismo equipo, usamos la misma gorra. Son otros los que nos quieren separados.

domingo, 18 de noviembre de 2012

Todo en uno





De vez en cuando a la tecnología le da por poner orden a las cosas. Si tienes un aparato, para esto, otro para aquello y uno más para lo otro, en un momento la tecnología los agrupa bajo el concepto de “todo en uno” u “All in one” para decirlo con un sentido  más publicitario y  por lo mismo llamativo y muy mercantil.
La verdad, lo anterior no es nada nuevo. Recuerdo de mi infancia la vez cuando llevaron a la casa un portento de la tecnología musical y del entretenimiento bautizado “Tres en uno” (lo que en este tiempo tendríamos que llamar entonces “three in one”). Se trataba, ni más ni menos, de un tocadiscos de vinilo, acompañado por un reproductor de cassette y un radio AM. Entonces uno agradecía la genialidad de los diseñadores de equipos electrónicos por poner todo en un solo aparato, proeza que permitía disfrutar mejor de la tecnología.
Sin embargo, hay algunos “todo en uno” que nadie desea porque significan algo así como vivir el infierno en la tierra. A veces a nuestra ciudad le da por presentarnos todos sus males, empaquetados en un solo lugar, en un solo momento. Vaya usted a saber porque hay quienes se empeñan en hacernos pagar nuestros pecados en el centro de Mérida, pero cuando nos toca entrar al casco central por obligación, no hay otra cosa que podamos hacer sino resignarnos. Y les cuento:
Fui víctima el pasado viernes de un  “todo en uno” en plena avenida 4, entre calles 19 y 20.  En este caso el “all in one” al que me refiero incluía protestas en la Plaza Bolívar, cierre parcial de la avenida 2 por una tarima para un concierto, choque de un taxista con otro vehículo (precisamente delante de mi) y un basurero obstaculizando parte de la vía. Lo único que faltaba para complicar más el tránsito era un desfile de elefantes pintados de rosado. Por suerte esto último no ocurrió.
Atrapado allí en medio de ese caos del tránsito y, digamos, con algo de tiempo para reflexionar sobre mi situación (no podía ni subir, ni bajar a ningún lado) observé algunos importantes detalles que, ahora lo comprendo, pueden ser entendidos como una revelación urbana.
Para empezar, el caos no le pertenecía a nadie. Así de sencillo: eran tan variadas las causas del pandemónium, que, sencillamente, era imposible apuntar el dedo hacia autoridad alguna, lo cual no dejaba de ser algo frustrante cuando la rabia nos pide soltar algunos sapos y culebras podridos contra una autoridad en particular. Ese caos, amigas, amigos, era de todos nosotros. Allí lo teníamos regado por las calles, aceras, avenidas y cuanto espacio urbano exista, a disposición de nuestro tiempo, para que cada quien haga con su caos lo que mejor quisiera, o, para decirlo con palabras de la filósofa Diosa Canales, para hacer lo que a cada quien le diera la “perra gana”.
Y, por supuesto, cada quien siguió los consejos de la susodicha, ya que a falta de algún agente de la Policía Municipal (por cierto… ¿Existe la Policía Municipal?) algunos conductores optaron por subirse a las aceras, retroceder arbitrariamente y, como el mejor de los faquires, tragarse las flechas de algunas calles.
Como era mediodía, el sol pegaba sobre aquella escena, especie de cuadro no descubierto de Dalí.  Hacía rato había apagado el carro con la esperanza de que se refrescara (usted sabe que a veces a uno le da por  tratar al carro como un animal que se cansa y se fatiga). Mi hijo de nueve años aprovechó la tranca para ir a jugar con un perro mientras yo lo miraba con ternura. Sin saberlo, él me dio la clave para entender, y saber enfrentar,  nuestro muy merideño “todo en uno”. Los mensajes de Don Miguel Ruiz, el de los Cuatro Acuerdos, y de Deepak Chopra, el de las Siete Leyes Espirituales, vinieron a mi mente como una brisa fresca, como un vaso de agua helada en medio del fatigoso desierto. “No te tomes nada personalmente”, aconseja Don Miguel; “Deja que fluya la ley del menor esfuerzo”, afirma el maestro Chopra.
Supe pues que esta es la ciudad que hemos construido con nuestras omisiones, nuestras decisiones políticas y nuestras acciones. El caos es nuestro momento. Claro que todo esto debe cambiar, de eso no hay duda, pero mientras todo confluye y se hace uno, toca bajarse del carro y ponerse a jugar con los perros.

martes, 3 de abril de 2012

Violencia: la suma de la partes


NOTA: Este material es parte de mi columna semanal Nada por sentado publicada todos los lunes por el Diario de Los Andes: www.diariodelosandes.com.

Si la vemos de cerca, con la lupa de los detalles, con la urgencia de quien busca explicaciones sobre algo que le atormenta, la violencia no es una entidad totalmente monolítica.

Es decir, cuando nos referimos a la violencia pareciera que estamos hablando de un “algo” descomunal ubicado en un estadio de poder tan avasallante que cualquier intento por derrocarlo sería inútil.

Pero las apariencias engañan. Cierto es que la violencia ha “crecido” a tal punto que da la impresión de gobernarnos a sus anchas: nos impone horarios de salida y de entrada a nuestras casas, nos obliga a gastar miles de bolívares mensuales en el pago de mecanismos de seguridad que intentan repelar las consecuencias de esa especie de Hidra de Lerna moderna y, por sus efectos, nada mitológica.

Entrecomillé la palabra “crecido” porque allí hay una pista importante a la hora de ponderar, en su real dimensión, a la violencia nuestra de cada día. Si ha crecido es porque antes era menor, más pequeña. Y es así: si bien Venezuela no ha sido nunca un paraíso terrenal - en cuanto a los efectos de la violencia- está claro que las estadísticas (oficiales) dan cuenta de un crecimiento de los números que indican un incremento, un crecer de algo que antes no tenía esa magnitud. Recordemos que la violencia, en realidad, no tiene forma física y uno de los aspectos que utilizamos para descubrirla es el “reguero de muertos y heridos” que deja a su paso. Aunque suene contradictorio, al menos para el análisis, que la violencia haya crecido es una buena noticia en el sentido de que nos permite comprobar que así como creció, puede también disminuir.

La violencia crece a partir de los tributos que consciente o inconscientemente le ofrendamos. Detalles tan significativos como ciudades poco iluminadas y por lo mismo a oscuras; ausencia de espacios públicos dedicados al compartir entre ciudadanos, desaseo de esos espacios, manifestaciones de agresividad cuando vamos al volante, viveza e irrespeto a los derechos de los demás, alzar la voz sin necesidad, ofensas y chistes denigrantes, poca solidaridad. Hay más: ausencia o mal estado de canchas y estadios para que la juventud haga deporte, escuelas precarias. Hay temas profundos: discurso violento en los medios, exclusión de aquellos con los que no comulgo políticamente, corrupción no atendida en los cuerpos de seguridad, falta de empleo.

La lista puede tener el tamaño de nuestras angustias. Lo que queda claro es que si a la violencia se le empiezan a quitar esas partes, esos pedazos, esos trozos (de los que muchos somos dueños), la violencia no sólo no seguirá creciendo, que ya sería mucho decir, sino que empezará a disminuir.

Siendo así, el mecanismo para someter a nuestra Hidra no puede ser otro que el concurso de todos los ciudadanos, todas las instituciones. El Estado, representado por el gobierno de turno, tiene bajo su responsabilidad encarar los trozos más notorios que le dan forma a esa violencia. Pero los ciudadanos tenemos otra parte vital y decisiva en este ejercicio de exorcismo colectivo de uno de los males más entronizados en nuestra cotidianidad.

A propósito de este tema, el pasado jueves estuvo en Mérida el doctor en filosofía y teólogo, pero sobre todo Educador, Antonio Pérez Esclarín. Atendió una invitación del Colegio San José de La Sierra para actuar como ponente en el evento “Herramientas para el mejoramiento de la educación basada en valores y principios de paz” que congregó a más de 400 asistentes en el auditorio del Colegio La Inmaculada.

Como es su costumbre, Pérez Esclarín dio intensas orientaciones y consejos sobre el tema de la violencia. Yo me quedé con un aspecto revelador y que no deja lugar a dudas de que esa misma violencia que observamos temerosos desde la ventana de nuestra casa o apartamento, puede ser combatida con acciones individuales, tan íntimas como el profesar amor por los demás: Parafraseando al maestro Pérez Esclarín: “Puede haber 30 millones de armas allá afuera, pero mientras no hayan 30 millones de corazones llenos de rencor, esas armas no nos podrán hacer daño”.

lunes, 12 de marzo de 2012

Una semana para creer


NOTA: Este material es parte de mi columna semanal Nada por sentado publicada todos los lunes por el Diario de Los Andes: www.diariodelosandes.com.


Normalmente hay muchos temas negativos de los cuales hablar. Allí están, frente a nuestros ojos, paseándose orondos, haciéndonos muecas para amargarnos la existencia. La inseguridad, la escasez de productos, la marginalidad, la corrupción política. Son solo algunos. Saque usted la mano por la ventanilla y se le enredará uno de esos males entre los dedos.

Pero a estas alturas estoy persuadido de que todo acto humano, toda expresión de la realidad – de este entorno nuestro – es moneda de dos caras y que es posible encontrar, en todo, una semilla de optimismo, un gesto de bondad, un grano de esperanza, una ración de humanidad. Recuerdo, sólo como rápido comentario, a aquel muchacho “cuidador de carros” (ese popular empleo de borrachines, indigentes y otros desamparados) que en su rostro mostraba las marcas y cicatrices de una vida penosa y desafortunada. Alguien que lo conocía le saludó con el típico “Entonces… ¿Cómo está la cosa?”, y recuerdo que este muchacho respondió con la cara iluminada: “Bien, echándole gracias a Dios”. Estoy seguro de que, en verdad, la vida no andaba bien para esta persona. Pero una cosa es esa realidad, obvia y aplastante, y otra muy distinta era- al menos para esta persona – que esa crudeza le quitará la posibilidad de sentirse bien en un algún momento de su vida y, más aún, de manifestar ese sentimiento aunque todos los que estábamos alrededor dudáramos de la certeza de sus palabras. Cuestión de actitud.

Precisamente, apartando esa cortina áspera de los males de primera mano, esta semana pudimos asomarnos a una ventana que nos mostró posibilidades de optimismo para un estado que, como Mérida, se resiste a ser aplastado por la inoperancia y otros actos de lo que bien puede llamarse tercermundismo mental.

Acto positivo fue, por ejemplo, la entregada del Plan de Ordenación del Territorio del Municipio Zea de manos de un equipo de investigadores del Instituto de Geografía de la Universidad de los Andes, hacia la Alcaldía de Zea. Esta acción le otorga a la municipalidad cedeña y a los habitantes de esta zona de Mérida, una herramienta científica que solidifica las bases para la toma de decisiones vinculadas al desarrollo, tales como la organización del crecimiento urbano, poblacional, actividades agrícolas e industriales, planificación del turismo y otras actividades económicas y establecimiento de orientaciones para áreas fundamentales como salud, educación y deporte. El documento contiene datos referidos a los riesgos naturales, y da pista a las autoridades y población de cómo conciliar desarrollo con la naturaleza circundante y sus manifestaciones.

Productiva también fue el encuentro entre la Dirección de Ingeniería de la ULA y la Alcaldía de El Vigía, con miras a diseñar en conjunto un proyecto de mejoras viales para el sector La Pedregosa del municipio Alberto Adriani.

Los dos hechos anteriores – cuyo registro quedó en la prensa – hablan del traspaso del conocimiento universitario hacia los actos políticos que pueden marcar la utilidad de las ideas en un contexto ciudadano.

Vimos también un Teleférico avanzando, una Alcaldía de Libertador atendiendo a los sectores populares de Los Curos, a la Policía presente en el centro.

En verdad: no se trata de ponerle buena cara al mal tiempo. Se trata de ver que el mal tiempo es sólo un plato sobre la mesa y que hay ocasiones en las que no nos apetece probarlo.