domingo, 25 de octubre de 2015

Sobre un bagre y el bachaquero más chiquito del mundo



I

Mientras las autoridades gubernamentales buscan culpables de la crisis económica hasta en la Patagonia, los pocos bolívares que quedan en el bolsillo se encogen con el paso de las horas o tal vez de los minutos.
Sí: de los minutos. En el mercado, un vendedor de pescados, un hombre algo gordo, con bigotes mexicanos y  modales de hiena, respondió a la pregunta necesaria: “Señor… ¿Cuántos cuesta el kilo de bagre?”, con un sonoro y claro número “450 bolívares”.
Quien esto escribe, persuadido por los consejos de los economistas, quienes advierten de lo económicamente incorrecto de comprar “a primera vista”, decidió irse de tour entre los puestos, preguntando aquí, conversando allá, entre manamanas, bocachicos y uno que otro jurel. El precio del bagre siempre fue superior a los 500 bolívares, así que aquellos iniciales 450 del vendedor entrado en kilos era la mejor oferta.
Y así fue: parado una vez más frente al puesto para comprar el kilo de bagre a 450 bolívares, y contando ya los malogrados billetes, un pensamiento retumbó a lo lejos y nos llevó a solicitar de nuevo el precio, por si las moscas: “A 450 bolívares el kilo… ¿no?”. El hombre agitó sus bigotes y respondió como un general que ordena a sus tropas  entrar en batalla. “Son 500 bolívares”.
No hubo forma de recordarle que hacía 15 minutos había dicho 450. O sí la hubo pero la respuesta, tan odiosa como agría, fue: “Eran 450 y usted no aprovechó”. Miré la mesa de los pescados y juro que vi a uno de los bagres esbozar una sonrisa burlona y cruel.

II

La idea era sencilla: comprar tres “jabones de tocador”, que es la forma elegante de referirse  a tres pastas de jabón azul de Las Llaves.
Pero en el mercado no se divisaban los bachaqueros con sus productos. Un temor flotaba en el ambiente.
Nos acercamos a la única persona que había decidido exhibir parte de su ilegal mercadería. Una mujer morena, de pelo negro brillante y mirada triste.
Le pregunté por los jabones y lanzó un no como respuesta. Sin embargo, no sé de donde salió, una mujer mayor, casi anciana, me susurró cerca del oído: “Yo si tengo jabones, pero debemos andar con cuidado. La Guardia está cerca”.
Me sentí en una escena de película, en una donde se negocian diamantes o armas de guerra, entre mafiosos, gánster y otros miembros de la fauna criminal.
“Bueno, sí, dije dudoso: deme tres jabones”. Pensé que la mujer tomaría el dinero y saldría a buscar el producto en algún remoto recoveco del mercado. Pero no: se acercó a un bebé que dormía plácido entre los olores del mercado, metió la mano bajo del colchón de la cuna y sacó tres jabones. Me los entregó y casi de inmediato, con una fuerte mirada,  me ordenó irme.
Me di media vuelta y caminé. Unos metros más adelante volteé para ver a la mujer quien aún miraba agitadamente a la derecha y a la izquierda, como esperando que llegaran un helicóptero de las fuerzas especiales.

Me fui del mercado sin bagre y con tres jabones entregados en una extraña operación en la que, por cierto, participó el bachaquero más chiquito del mundo.

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