domingo, 5 de octubre de 2014

El rancho es una afrenta



Esta historia ya la había contado, lo sé, pero al observar el resurgimiento de algunos procesos de “ranchizificación” en Mérida y Ejido, creo que vale la pena tener estas referencias en cuenta. Siga leyendo.
De los ya lejanos años 80 nos llegan los recuerdos infantiles de los inmensos ranchos que simbolizaban el estatus  de sus opulentos propietarios, en los famosos pero interminables melodramas norteamericanos como Dallas, Falcon Crest o Dinastía.
Entonces me inquietaba que algo tan ostentoso como los ranchos propiedad de los magnates petroleros texanos, pudieran llamarse igual que los ranchos a los que nosotros estamos acostumbrados en nuestra realidad venezolana y que son, por decir lo menos, la manifestación más patética de lo que debería ser una vivienda.
El “rancho” de la serie de televisión Falcon Crest era una mansión, con decenas de cuartos, habitaciones cuyo uso era sólo conocido por sus dueños, piscinas, grandes jardines y sobre todo infinitas entradas en los que había que recorrer una calle interna flanqueada por altas palmeras que se mecían con el viento.
Nuestros ranchos eran (y siguen siendo) lo opuesto: cuatro “paredes” de cualquier material de desecho, una puerta, piso de tierra, todo decorado con una profunda desesperanza.
Cuando niño, un amigo del colegio se negaba a que yo lo visitara para ir a hacer las tareas en su casa. El siempre me visitaba y al final de la jornada casi como un fastidio yo terminaba preguntándole cuándo podría visitarlo, una propuesta que más que por curiosidad la hacía por el sólo hecho de lograr la aventura infantil de ir a un lugar distinto a mi casa. Pero Emilio, que sí se llamaba mi amigo, esquivaba la conversación y se incomodaba.
Un día, sin que él lo supiera, fui a visitarlo, con la excusa de un trabajo escolar. Él vivía en el mismo barrio y yo sabía la dirección por algunas referencias. Pregunté a algunos vecinos y me señalaron una estructura que no tenía forma de casa, mucho menos de hogar. Era un rancho.
Me acerqué y grité el nombre de Emilio. De aquella precaria caja de latón oxidado y destartalado salió mi amigo, sorprendido y junto a él varios de sus hermanos más pequeños se asomaron curiosos. Se quedó parado allí con cara de disgusto pero, sobre todo, con una enorme vergüenza reflejada en sus ojos. Allí supe que el rancho era más que varias hojas de latón unidas en un vano intento de esculpir un hogar: era la negación de los sueños, la imposibilidad de tener un poco de privacidad, una ofensa a la dignidad, una marca excluyente, un castigo injusto.
A estas alturas sé que el diccionario le ofrece a la palabra rancho, dentro de sus muchas acepciones, la de choza pobre, descripción que se ajusta en parte a nuestros ranchos y no tanto a la que se usa allá en el norte.

Pero el rancho, nuestros ranchos, significan más. Esos ranchos que se asoman en distintas partes de la ciudad y del estado Mérida, son un peso. Una vergüenza como la que intentaba ocultar mi amigo Emilio. Por eso, erradicar los ranchos debe ser una cruzada de todos, con el gobierno como principal responsable a la cabeza. Una cruzada para acabar con la negación a la dignidad humana.

No hay comentarios: